PLATO DE SEGUNDA MESA
Por: Por Orlando Mazeyra Guillén

Cuando la vieja pregunta “¿es mejor que yo?” te invita a responderla en silencio

—Hola —te dice tomándote de sorpresa en la puerta de la biblioteca—, ¿cómo estás?

—Bien —le mientes sintiéndote en aprietos—. Todo tranquilo.

Ella desconfía. No cree que todo ande «bien» como tú le acabas de decir. Te conoce algo, lo suficiente como para dudar.

—Y, entonces, ¿por qué te olvidaste de mí?

—¿Olvidarme? ¿Yo?… Nada que ver, Beatriz.

—Por si acaso no te estoy reclamando nada, ah —te dice enarcando las cejas—. Pero desde el año pasado no me escribes ni me invitas a salir. Te desapareciste sin decir nada, ¡eso no está bien!

—Es que, la verdad, he estado muy ocupado…

—No tienes por qué mentirme —te aclara sin parecer incómoda—. Te lo voy a preguntar una vez más: ¿Te sientes bien?

—Sí, Beatriz. Todo está muy bien.

—Te sigo notando muy raro, no eres el mismo. Estás como ido, algo apagado… Mira, se nota que no quieres hablar conmigo y no entiendo por qué si yo no te hice nada. Mejor ya no te molesto.

—Tú nunca me molestas —volviste a mentirle. Enseguida, ella abre su raído morral de cuero y te muestra una pequeña libreta de apuntes llena de anotaciones fechadas y con bastantes tachaduras y subrayados: «¿Sabes? Durante el verano he estado tomando muchas notas antes de irme a dormir, lo he hecho sin falta todos los días desde Año Nuevo. Ya tengo bastante material, por eso estuve pensando en ponerme a escribir una novela o, no sé qué, lo que salga».

—Pues hazlo, Beatriz.

—Quiero de todo corazón que tú seas el primero en leer mi texto y, si te animas, me des tu crítica.

—Cuenta conmigo. ¡Encantado!

—Gracias, lo que pasa es que tengo muchas cosas dentro y tengo que hacer algo con ellas. ¡Ya es el momento, no puedo esperar más!

—Te entiendo perfectamente.

—Ojo: tú también apareces en mis apuntes, mejor te lo digo ahora para que luego no te lleves sorpresas.

—¿Y por qué yo?

—Tu pregunta no es graciosa.

—Sólo estoy bromeando, Beatriz. No te lo tomes todo tan en serio.

—Está bien. Tengo un borrador en mi laptop, ¿tú tienes tiempo ahora?

—¿Para qué?

—Vamos a mi casa un toque. Mis papás y mi hermana menor se fueron a Lima por Semana Santa, así que normal, no hay paltas. ¿Te animas?

—No sé —le dices dubitativo, pues nunca habías ido a su casa y ella podría estar mintiéndote.

—¡Vamos, pues! —te dice—. Tengo un par de vinos que están buenazos.

No esperó tu respuesta. Quizá debiste recordarle que a ti no te gusta mucho el vino. Ella tomó un taxi y te dijo que, por favor, subieras. Tú acataste sin saber por qué. Empezaron a salir del centro de la ciudad. Cuando se detuvieron en un semáforo ella intentó tomarte una de las manos y tú la empuñaste, víctima de un acto reflejo. O víctima de Cinthia, quizá. Estabas muy aturdido.

—¿Qué tienes? —te preguntó.

—¡Nada! —exclamaste—. Estoy un poco ansioso.

—Con el vino te vas a relajar —vaticinó Beatriz.

Cuando llegaron a su casa te hizo pasar a la pequeña sala. Tuviste ganas de decirle que te parecía una mala idea, que no tenías ganas de leer ninguna novela primeriza y que tú único pensamiento era Cinthia. No obstante, ella llegó con dos copas y empezó a servir el vino algo apurada.

—Espérame —te dijo—. Dame dos minutos para traer la laptop de mi cuarto.

Te bebiste toda la copa de un solo trago y volviste a llenarla al tope. Beatriz se sentó a tu lado y empezó a buscar un archivo. Cuando lo encontró te pidió que «no destruyas con tus críticas el borrador». Tú empezaste a leer la novela y sentiste que estabas perdiendo el tiempo. Fingías disfrutarla pero sólo pensabas en Cinthia. ¿Qué estaría haciendo en Viernes Santo?

Después de leer media docena de hojas, te detuviste para dar tu amañado veredicto: «Me gusta, pero tienes que mejorarla. Hay que trabajar harto».

—¿Tú me vas a ayudar?

—Sí —asentiste—. Lo haré, pero más adelante.

Ella, encendida por el vino, te quiso dar un beso en los labios y tú le volteaste el rostro. Ella insistió y tú la detuviste con tus manos, tratando de controlarla.

—¿Qué te pasa? —te preguntó—. ¿Ya no te gusto?

—No es eso.

—¿Entonces qué es?

—He estado saliendo con una flaca.

—¿Sólo saliendo?

—No, era mi enamorada.

—¿Era? No me mientas.

—Sí, estuvimos desde enero…

—Ya veo, con razón dejaste de buscarme… yo lo sabía, ¡claro que lo sabía!

—Pero todo se fue a la mierda por mi culpa. Ya acabó, aunque es algo muy reciente.

—¿Pero «acabó-acabó»? —dijo repitiendo esa maldita palabra que tanto detestabas.

—Sí, ya fue. No hay vuelta atrás.

—Entonces vamos a mi cuarto…

—No puedo, Beatriz.

Te quiso besar de nuevo pero no accediste. Se puso un poco nerviosa. Se te echó encima. Fue en vano. Nada funcionaba.

Por fin, desistió. Turbada te dijo algo que te dejó pensando, asustado:

—Es que tu cuerpo la «recuerda».

—¿Qué?

—Tu cuerpo la recuerda, por eso me rechazas. Tienes que superarlo, pero yo no pienso ayudarte a hacerlo.

—Yo no te pedí que lo hicieras.

—Es cierto y, pensándolo bien, no quiero ser plato de segunda mesa… ¿Ella cómo se llama?

—Cinthia.

—Así que por culpa de esa tal Cinthia te olvidaste de mí.

—No seas exagerada, Beatriz. Nosotros nunca hemos estado en serio.

—Al menos dime que es mejor que yo.

«Eso no lo diré», pensaste deprisa: «no quiero más problemas». Quisiste retomar la lectura de la novela de Beatriz pero ella te quitó a la mala la laptop y la cerró.

—¿Es mejor que yo? —volvió a la carga.

—No interesa.

—A mí, sí. Responde de una vez.

Algo te invitó a hablar, a pesar de que luego te arrepentirías:

—Sí, Beatriz —lo reconociste—. Cinthia es mejor que tú.

—¿Te puedes ir de mi casa?

DATO

Sin dudarlo un instante te pusiste de pie y te dirigiste a la puerta. Sentiste cómo una botella de vino se estrellaba contra el piso o quizá contra la pared. Pero no pensabas voltear a ver aquella desagradable escena. En la calle pensaste en Cinthia y en si acaso ella era mejor que todas. La respuesta —afirmativa o negativa— te iba a hacer añicos: terminarías peor que la botella de vino.

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