Recuerdos noventeros
NADIE PUEDE DECIRME QUIÉN SOY
A veces reímos dormidos y también soñamos despiertos
Por Orlando Mazeyra Guillén
—¿Te puedo contar otro secreto? —te consultó una noche mientras tomaban un emoliente—. Es una cosa muy personal.
—¿A qué te refieres? —le preguntaste invadido por una creciente curiosidad.
—Pues no quiero que después te paltees —dijo con un tonito premonitorio—. Ya me ha pasado antes… que la gente me empieza a mirar distinto…
—Yo no soy como la “gente” —argüiste—. Así que dale nomás.
Teresa le dio un buen sorbo a su emoliente y te escudriñó durante algunos segundos antes de darse manija:
—A veces por las noches, mientras duermo, me dan como ataques…
—¿Epilépticos? —le preguntaste cortándola abruptamente—. ¿Sufres de epilepsia?
—No —retrucó—. Nada que ver. Escúchame pues.
—Ya, está bien. Disculpa.
—Cuando estoy dormida a veces me vienen como ataques de risa, o sea, me pongo a reír estando dormida. ¿Qué te parece?
—¿Me estás hablando en serio, Teresa?
—Sí —te contó con suma naturalidad.
—Nunca he visto nada parecido, la verdad —le confesaste—. Debe de ser un poco incómodo, ¿no?
—No para mí —te aclaró—, pero sí para quienes duermen conmigo o en la misma habitación.
—¿Cómo así? Explícame.
—Mis hermanas, cuando me despiertan o intentan hacerlo, se asustan feo porque digo incoherencias.
—¿Qué tipo de incoherencias?
—Cosas sin sentido, pues.
—Por ejemplo…
—Me cuesta un poco volver a hablar con normalidad, es algo que yo no puedo controlar… es como descompensarse… desconectarse y regresar.
—¡Qué vaina!
—¿Me entendiste?
—Sí, Teresa —asentiste de manera mecánica. No obstante, casi nada comprendiste. Más bien, afloró en tu interior una incipiente turbación y también una montaña de interrogantes que preferiste dejar de lado.
—¿Te he dado miedo con lo que te dije? —te preguntó un poco intrigada.
—No —le mentiste—. ¿Por qué?
—Por tu cara.
—¿Qué dice mi cara?
—Que no te sientes cómodo.
—Pues no le hagas caso a mi cara.
—Te va a dar miedo dormir conmigo, lo sé —se aventuró a predecir ella con desaliento.
—Esta misma noche si gustas —apuntalaste con un tonito provocador.
—No te creo —retrucó.
—Ese ya es tu problema.
—Yo soy inofensiva —te aclaró.
“Ojalá”, pensaste para tus adentros.
Inofensiva no era, para nada. Tú tampoco, valgan verdades. Luego te dijo que era muy intensa en el amor. Que lloraba muchísimo cuando las cosas no le salían bien (es decir, casi siempre).
—Yo no quiero nada de relaciones libres —te aclaró y allí se pudrió todo.
Ahora quieres descansar, bajarte por fin de esa montaña rusa; pero no puedes. Revisas las noticias del día, a manera de distracción, y por la noche esperas un nuevo mensaje a la nación del inefable presidente. ¿Cuántos días más estaré así?, te preguntas. ¿Quién durará más: yo o el presidente? Todos hablaban de la vacancia del presidente o, mejor que mejor, de su renuncia (súbitamente recordaste que en Buenos Aires lo llamaban “campesino analfabeto”, “el presidente más pintoresco de Sudamérica”, etcétera; para los noticieros argentinos Pedro Castillo era poco menos que una deleznable caricatura). Ansías tu propia vacancia (tú eras otra caricatura, muy a tu manera, así te cueste aceptarlo). De súbito recordaste aquella tarde cuando se vieron por primera vez y te dijo que le encantaba la letra de la canción “El amor después del amor”.
—¿Por qué? —le preguntaste—. ¿Estás templada?
—No, nada que ver.
—¿Entonces?
—Porque “nadie puede decirme quién soy”.
Y era cierto. Tu amigo Renzo llegó desde los Estados Unidos, con él habías estudiado toda una vida: en el jardín Santa Úrsula, en el colegio de La Salle y en la Universidad Católica de Santa María. Se reencontraron para ver el partido de Melgar en Porto Alegre.
—Yo lloraba cuando el Melgar perdía en el estadio Melgar —te confesó y te sentiste menos anormal, menos “loco del fútbol”—. ¿Te acuerdas del Papas Concha, del Víctor Riega y del Mordini?
—Claro —le dijiste celebrando sus evocaciones—. Yo también lloraba cuando perdíamos. El Melgar del año 92, con Freddy Bustamante de entrenador, me hizo llorar mucho en la liguilla pre-Libertadores. Era un equipazo que luego desmantelaron los clubes de Lima.
Compartieron anécdotas y agotaron algunas latas de cerveza. Sufrieron mucho durante el partido y llegaron los penales. Cuando Cáceda atajó el segundo pensaste que ya no se les podía escapar la clasificación. Sin embargo, Galeano (el menos pensado) falló. Cáceda, con el traje de superhéroe, atajó una vez más (tres al hilo). Y Cuesta hizo que el balón besara la red con la seguridad y la categoría de siempre. Empezaste a llorar antes de que Iberico por fin les diera la clasificación a semifinales. Lloraste como un niño, como aquel mocoso que iba todos los domingos religiosamente a ver a Melgar cuando el Dominó jugaba en Arequipa y, cada vez que ganaba, era una semana feliz.
—Nos tumbamos al Inter, Renzo —le dijiste—. ¡Saquemos unas chelas!
—Tranqui nomás —te sugirió—, porque más tarde vamos a pichanguear con la promo.
Era cierto. Por la noche, una pichanga en una cancha sintética y una felicidad extrema. Melgar estaba entre los cuatro mejores de la Sudamericana y tú lo celebrabas con los compañeros del cole, algunos son tus amigos, otros no. Algunos leen tus historias, otros ni siquiera saben que te gusta escribirlas. “Nadie puede decirme quién soy”, pensaste. “Creo que ni yo mismo”. Quizá el único lugar donde era decididamente auténtico era en el estadio alentando al Melgar o jugando a la pelota.
—La final es en Córdoba —dijo Armando, que es hincha de Cristal—. Supongo que vas a ir, ¿no?
—Primero, hay que eliminar a los ecuatorianos que son unos toros. El Independiente del Valle es un equipo recio. No va a ser fácil.
Pero en el fondo tú ya estabas pensando en que la final no se les podía escapar de las manos. Melgar estaba a dos partidos de la finalísima y todo parecía un sueño, ¿verdad?