La ética no se negocia
Por: Rubén Quiroz Ávila – Presidente de la Sociedad Peruana de Filosofía, profesor universitario
Se atribuye a Groucho Marx, con cierto cinismo socarrón, la frase “Estos son mis principios, y si no le gustan, tengo otros”.
Es decir, hay individuos que tienen un concepto de moral tan elástico que son capaces de definirla a mansalva y usarla indiscriminadamente de muchas maneras. En todos los casos, empleada más bien como una curtida y ladina coartada para justificar sus acciones. Lo paradójico del caso de aquellos que se atribuyen orgullosos una autoridad moral superior es que muchas veces son seres contradictorios y con pocos escrúpulos. Aplican inflexibles reglas morales para algunos casos y suspenden, convenientemente, el juicio para otros. Atacan a unos por ser inmorales, pero ellos mismos son activos partícipes de acciones lamentables. Cuestionan con fiereza a los demás, sin embargo, están repletos de actos que espantaría a cualquiera con códigos básicos de entender la diferencia de lo correcto de lo incorrecto.
Pueden marchar a favor de la democracia, mientras en sus reinos particulares, empresariales o familiares, ejercen con alevosía tropicales tiranías. En realidad, para estas personalidades díscolas, la democracia solo es un término que sirve como pretexto para fines subalternos. Incluso pueden predicar tolerancia, mientras ejercen formas planificadas de violencia. Actúan calculadamente en varias dimensiones. Así, predican la defensa del planeta con una fe militante y persuasiva, pero arrojan basura en sus diversas formas o consumen indiscriminadamente objetos y cosas cuyos orígenes de fabricación son un atentado ecológico. Dicen buscar el bien común, el bienestar de todos, en cambio aprovechan la oportunidad para distorsionar la normativa y la maniobran a su favor. Quieren que todos paguemos impuestos, salvo ellos que constantemente solicitan porfiadas exoneraciones, cuyo beneficio tiene impacto directo solo en sus intereses.
Hay quienes le ponen tarifa a todo. Que todo se puede comprar. La antigua falacia, aunque muy difundida, de que todos tienen un precio. Y con esa postura cotizan la moral, la dignidad, el afecto. Los sentimientos son una cuestión de una adecuada tasación. La ética es cotizable. Ven la vida como un gigantesco supermercado. Es asunto de extender astutamente la chequera. El país entero como una colosal feria para comprar con superofertas. ¿Cuál es el costo de tu alma? ¿A cuánto tu esperanza? ¿A cómo tu futuro?
Por fortuna, hay todavía personas que no transan, que no se rinden, que no pactan, por una imprescindible consistencia ética no negociable, y que no han claudicado. Seguro hay algo de ingenuidad utópica en estos semejantes que ni siquiera piensan en cruzar la delgada línea roja que los separa de las suculentas tentaciones del mal. No son héroes ni santos, solo son personas comunes que mantienen la esencia de la humanidad y, por ello, son los imprescindibles.