Fallido golpe de Estado
Por: Javier Valle Riestra – El Montonero

I

En la política francesa se hizo popular la expresión golpe de Estado, a raíz del libro de Gabriel Naudé: “Consideraciones políticas para le coup d’ État” (1639). El escritor francés señalaba así a los actos del gobernante para reforzar su poder, como el de Catalina de Medici de exterminar a los hugonotes –protestantes calvinistas— la Noche de San Bartolomé (1572), así como la prohibición del emperador Tiberio a su cuñada para casarse nuevamente, evitando que sus herederos disputen la sucesión imperial. También fue golpe de Estado el de Luis Bonaparte (Francia, 1851) quien disolvió la Asamblea Nacional, mandó detener a líderes políticos opositores, convocó a un plebiscito para legitimarse, dio una nueva Constitución, restableció el Imperio hereditario autoproclamándose Napoleón III, emperador francés. Es el típico golpe de Estado. También anota Rodrigo Borja, en su “Enciclopedia de la Política” (1998), que ante la amenaza de una acción revolucionaria o rebelde que les mueve el piso, los gobernantes deciden anticiparse e imponen desde arriba y por la fuerza un nuevo orden político en el Estado. Es una dictadura; rompen la Constitución, se salen de la ley y, con medidas militares y policiales, asumen el control de las comunicaciones, prensa, transporte, instalaciones eléctricas y de producción, toman el control total de la organización estatal. Esa es la técnica del golpe de Estado que describe Curzio Malaparte en su libro del mismo título (1931) que narra la situación de Italia de 1920 y concluye que la toma revolucionaria del poder por los comunistas era inminente, porque habían condiciones para ello: “la fiebre sediciosa de las masas proletarias, la epidemia de las huelgas generales, la parálisis de la vida económica y política, la ocupación de las fábricas por los obreros y de las tierras por los campesinos, la desorganización del ejército, de la policía y de la burocracia, la falta de energía de la magistratura, la resignación de la burguesía, la impotencia del gobierno”. Todo estaba listo. Mussolini, entonces, decidió adelantarse con su golpe de Estado. Asaltó el poder por la fuerza e impuso una larga dictadura del fascismo en Italia. Lo hecho por el inepto Pedro Castillo es una parodia, pero igual es un delito.

II

El Perú no ha sido ajeno a los golpes de Estado, la situación actual se parece cada vez más a los agitados y convulsos tiempos de mediados del siglo XIX. Luego de fracasar la confederación peruano-boliviana (1839) se continuó con Agustín Gamarra y sucesivos gobiernos de militares, incluso con golpes de Estado (Vivanco, Nieto, Domingo Elías, Castilla, Pezet, Ignacio Prado, Diez Canseco, Balta, Herencia Zevallos). Llegaría después el primer presidente civil: Manuel Pardo y Lavalle (1872), pero la corriente militarista no aceptaba ese cambio y antes que asumiera la presidencia se desató la trágica insurrección de cuatro hermanos, los coroneles Gutiérrez (Silvestre, Tomás, Marceliano y Marcelino). Tres de ellos fueron muertos por una masa enardecida luego del asesinato del presidente Balta. Los cuerpos de los insurrectos se extinguieron en una hoguera en el centro de la Plaza de Armas, frente a Palacio de Gobierno.

III

En la crisis actual ya no cabe una solución jurídica, sino una acción política. Todos los bandos reclaman nuevas elecciones, pero una cuestión previa es saber qué tipo de Estados somos. No podemos elegir un Presidente omnímodo ni un parlamento unicameral, cuando históricamente hemos sido bicameral. Necesitamos una reingeniería constitucional y partiendo de la vanguardista Carta de 1979 vayamos a una reforma, porque las asambleas o convenciones constituyentes son prima facie ilegales. Pero, se autolegitiman desde su instalación. La doctrina y la historia lo demuestran. Soy partidario del poder constituyente originario y mejor con un referéndum previamente. No veo otra salida para la estabilidad de nuestra República. La crisis subyacente puede explosionar más gravemente en unos años si no resolvemos el tema ahora en procura de un país estable constitucionalmente, gobernable, y no con los riesgos de la anarquía que nos puede devorar. Insisto, una Constitución no cambia la realidad, pero forma parte de la realidad.

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