Los webadictos
Por: Juan Carlos Rodríguez Farfán (escritor)

En un almuerzo familiar es muy frecuente que alguno de los comensales tenga el teléfono celular en mano y pendiente de Facebook, Instagram, TikTok, u otras aplicaciones, que en flujo continuado vierten videos, fotos, memes y demás mensajes virtuales.

La conducta de leer y hasta responder estos mensajes, con la evidente falta de respeto para con los presentes, se ha banalizado en nuestra sociedad; al punto que ahora se considera “normal” el hecho de preferir el contacto con el exterior virtual a la comunicación viva y directa que propone cualquier reunión. Esta práctica, más allá de la vulgaridad expresada, pone en evidencia en qué tipo de sociedad estamos viviendo. Para los jóvenes, como para los adultos “conectados”, el exterior virtual es mucho más interesante que el inmediato personal. Las nociones de tiempo y de espacio se han transformado, los intercambios sociales y amorosos también. El infinito virtual tiene más peso que la ordinaria realidad. ¿Debemos alegrarnos o apenarnos de semejante revolución? Lo que queda claro es que luego de la masificación del uso de los teléfonos portables, buena parte de nuestras costumbres y modos de socialización están siendo modificados. Para empezar el simple acto de intercambiar ideas y sentimientos, antes de la aparición del bendito aparato, estábamos obligados a hablarnos de viva voz. La interacción era a través de nuestro propio cuerpo. Ahora es a través de clics.

La piel ha sido reemplazada por los algoritmos. Hay quienes, tercos defensores de la comunicación numérica, consideran que es una evolución natural, que la modernidad lo exige, que no podemos detener el avance de la ciencia. Que en suma es una hermosa fatalidad. Yo no estoy tan seguro. Sobre todo cuando la híper comunicación generada ha creado una nueva dependencia.

Desde hace algunos años, estudiosos de diferentes disciplinas han constatado que la utilización del celular puede tener el rango de adicción. Cocaína, alcohol, juego y teléfono portable son equivalentes en su capacidad de atrapar la voluntad del individuo, en sojuzgarlo.

Intente usted retirarle a un adolescente su teléfono celular y verá en qué estado de rabia y angustia se pone, intente ocultar a un adulto conectado el aparato maravilloso y verá en qué situación de confusión se debate.

Uno puede perder todo, salvo su celular. La industria de la comunicación, al momento de crear aparatos sofisticados como el celular que conocemos actualmente y los sistemas denominados “redes sociales” pensó en un elemento concreto: la dopamina, (hormona neurotransmisora que participa en la regulación de la emotividad y la afectividad humanas). En su libro “Hooked” que podemos traducir como “Adicto”, Nil Eyal, consultor en marketing para empresas como Facebook o Twitter, propone con estas nuevas tecnologías de la comunicación “reprimir las zonas del cerebro asociadas al juicio y a la razón para activar más bien las zonas asociadas al deseo”.

Si en la concepción misma de un aparato o de un programa hay la intención de provocar o inducir comportamientos, estamos hablando de manipulación simplemente. Y quien habla de droga, habla igualmente de secuelas, de desarreglos psíquicos. Aislamiento social, dificultad de comunicación verbal, imperiosa necesidad de reconocimiento ajeno.

El celular está logrando lo que ninguna ideología ha hecho en la historia de la humanidad: una erosión radical de las relaciones humanas. Los bebés interactúan más con la pantalla que con su madre, los jóvenes no juegan entre ellos, salvo si se trata de juegos electrónicos y violentos; los adultos no cuentan sus peripecias y aventuras, se limitan a compartir memes y troles, los amantes no comparten palabras dulces, sino flores y corazones animados de huachafa factura; los amigos ya no se reúnen para conversar sino para esgrimir cada uno su narcisista y excluyente pantallita. Los optimistas, y seguramente igualmente adictos a la virtualidad, proclaman que son simplemente cambios de estilo de vida, que “hay que vivir en su época”. Y argumentan, adicionalmente, que trastornos semejantes ya se operaron cuando aparecieron la radio y la televisión. Pero que yo sepa ni la radio ni la televisión tuvieron la capacidad destructora en términos de sociedad que tiene el aparato inventado por Steve Jobs.

Hasta hace algunos años era natural sentarse padres e hijos juntos frente al televisor. Ahora cada individuo se refugia en su rincón para mirar su propia ficción.

No se trata aquí de una vocación reaccionaria, eso de que “antes la vida era más bella”, tampoco de una ciega arremetida contra la modernidad y sus inventos, pero sí de una búsqueda de lucidez sobre nuestro comportamiento como individuos, insertos en una época donde lo que abundan son espejismos inducidos por el afán irrefrenable de ganar dinero. Porque de eso se trata en el fondo, las estrategias publicitarias y de marketing que recurren a mecanismos de adicción, con subliminales mensajes, lo que buscan al final es la rentabilidad de sus productos, lo que importa son los millones de millones de dólares que ingresan a sus cuentas bancarias, sin importarles si una familia se desagrega, si un niño duerme con dificultad, si un joven se resigna a amores de personas que nunca verá, a adultos que están más pendientes de un like que del trato amable con su vecino.

El asunto es complejo, pero si queremos mejorar nuestras relaciones sociales, empecemos por apagar el celular durante el almuerzo familiar. Una conversación frente a frente y de viva voz será siempre más sustanciosa e intensa que cualquier meme anónimo.

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