El racismo es el combustible de la violencia
Por: Juan Carlos Rodríguez Farfán – escritor y analista político

“Son peor que animales” fue la expresión utilizada por el Ministro de Educación, Óscar Becerra refiriéndose a las mujeres aimaras. La alusión corresponde al hecho que las madres del altiplano cargaran en las espaldas a sus bebés durante las manifestaciones en contra de la Presidenta Boluarte en Lima, manifestaciones que fueron duramente reprimidas por la policía con gases lacrimógenos y otras armas de fuego. Tamaño despropósito pone en evidencia el desconocimiento procaz del ministro sobre las usanzas relativas a la maternidad en el mundo andino.

Cargar a las guaguas en la espalda aparte de una usanza, es una hermosa metáfora de la relación madre-hijo, madre-hija en nuestras poblaciones aborígenes. El bebé no se separa de la madre casi nunca. La madre lleva consigo al vástago en las labores del campo, en las labores domésticas, en el mercado, en el trabajo al exterior de la casa. La madre andina consciente de su rol protector y de su amor sin tregua, prefiere tener a su hijo lo más cerca posible; pegado, trepado, cocido a su piel.

Aparte de la ignorancia palmaria del ministro de marras, su expresión predica un modelo de maternidad vigente solamente en los barrios ricos de Lima. Allí lo “normal” es contar con las nanas, esas empleadas domésticas que se encargan de criar y cuidar a los niños, mientras las madres burguesas andan atareadas en otros menesteres. Nanas, que por razones burdamente económicas, deben resignarse a la ausencia, sino descuido de sus propios hijos para ocuparse de los infantes de las “patronas”.

Pero ocurre señor ministro, que el Perú no está constituido solamente por barrios como San Isidro, Miraflores o La Molina. El Perú es también y sobre todo los miles de pueblos regados de norte a sur en esa columna vertebral llamada Cordillera de los Andes. El Perú, a pesar de las arremetidas persistentes del Occidente capitalista con el propósito de formatear el mundo a su imagen y semejanza, es un país con hermosas tradiciones ancestrales.

Un país con existencia histórica anterior al desembarco de las carabelas en 1490, un país con realizaciones extraordinarias en todos los planos del saber humano, sino veamos Caral, Moche, Huari, Tiahuanaco, un país con culturas poseedoras de una visión propia del cosmos y en donde el aimara, ese pueblo pujante y creador, es un magnífico continuador.

La infeliz frase del ministro tiene un origen sencillo pero grave: el racismo. El racismo, como la xenofobia, es una construcción ideológica que establece como premisa la desigualdad natural, es decir la existencia de razas superiores y de razas inferiores; de seres ciudadanos a carta cabal y de bárbaros, de civilizados y de primitivos, de blancos y menos blancos. Estas antojadizas dicotomías son falacias que diversas disciplinas como la arqueología, la antropología, la historia y la neurociencia han demostrado su lamentable falsedad. ¡Señor ministro de Educación ilústrese un poquito! Ya no estamos en la época de la Controversia de Valladolid (1550) donde los teólogos Juan Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de las Casas debatían si el indio americano poseía un alma, si el indio, creador y constructor de pirámides, era completamente humano. Han transcurrido más de cinco siglos desde que Sepúlveda, el oscuro filósofo, quiso convencer a sus semejantes ibéricos que éramos incapaces de gobernarnos por nosotros mismos y que estábamos condenados a la tutela, es decir a vivir en la condición de niños o de débiles mentales bajo la mirada condescendiente del opresor. Han transcurrido ya cinco siglos de este disfuerzo intelectual para justificar el saqueo de nuestro territorio so pretexto de civilización y voluntad divina.

La necia expresión del ministro Becerra se explica simplemente como un intento para congraciarse con la Presidenta Boluarte y respaldar así las decisiones erráticas del gobierno culpable de la muerte de inocentes ciudadanos que ejercieron su derecho a la protesta. El repudio hacia la presidenta se ha agravado pues no ha sido capaz de reprender públicamente o mejor destituir al faltoso, pues la ignominiosa expresión, que ha pretendido amenguar con tardías disculpas, no sólo ha violentado la dignidad de la mujer aimara sino la de la mujer peruana en general.

Ha prevalecido, en este caso, el interés de conservar el poder precario de la presidenta antes que defender el honor de nuestras compatriotas. La credibilidad de una persona se mide por los actos correspondientes a las palabras pronunciadas. El caso Becerra nos permite visibilizar la punta de un nefasto iceberg: el racismo. Y hay que ser sinceros, el racismo pulula en todas las clases sociales, en todas las etnias que constituyen este mosaico llamado Perú. Herencia colonial o pulsión irrefrenable, el racismo es el mejor combustible de la discordia, el más eficiente saboteador para crear un proyecto de país-nación. El a priori descalificador del racista engendra, inevitablemente, violencia y discordia, por esta razón la expresión de Óscar Becerra no se reduce a un exabrupto, a una anodina metida de pata. Más allá de la sanción política, que debería ser la destitución inmediata del cargo de ministro, el incidente bochornoso debería alertarnos sobre nuestra capacidad de indignación cuando un compatriota es víctima de la humillación.

Si algún energúmeno insulta a mi vecina, a mi paisana, a mi hermana, me está insultando a mí también. Intentemos actualizar la fraternidad y el respeto como valores universales a pesar de aquellos que siembran odio y exclusión. La dignidad se cultiva, pero también se defiende.

Si dejamos pasar expresiones como las pronunciadas por el ministro Becerra al punto de normalizarlas, estamos aceptando implícitamente el ideario que las sostiene, estamos admitiendo como posturas ideológicas válidas, aquellas que han cimentado el fascismo y el nazismo. La banalización del horror es el punto de no retorno y mantengo junto al filósofo Walter Benjamín “La catástrofe existe cuando todo continúa como antes”.

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