Crónica desde el corazón del fútbol argentino
Por: Orlando Mazeyra Guillén

UNA NOCHE EN LA BOMBONERA

En abril vuelve la Copa Libertadores de América

—En realidad a mí no me gusta el fútbol —me dice el taxista, un cincuentón barbado que cambia de emisora mientras espera a que el semáforo se ponga en verde—. La única vez que fui a la cancha de River fue cuando mi primo me obligó porque perdí una apuesta… yo tenía quince años, después no volví más.

—Ni volverá, supongo —remato sorprendido. Acabo de pisar Buenos Aires y lo que menos esperaba era toparme con un argentino al que no le guste el deporte que consume buena parte de mi existencia.

—No —alega él dejando atrás Aeroparque, es mayo del año 2022—. Acá el fútbol está lleno de mierda, ¿viste?

Asiento en silencio, aún sin comprender. O tal vez no deseando comprenderlo. Pues no quiero manchar mi pasión primigenia: la más genuina de todas.

—Lo que me gusta es la fórmula uno —me informa y empieza a recordar a Schumacher, Senna, Fittipaldi, etcétera. La ciudad de la furia asoma, pero todavía no con todo su esplendor… ni mucho menos con el excremento que anticipa el chofer del coche. Cuando le digo que soy de Arequipa de inmediato me dice: “ah, claro, por allí pasó el Dakar hace unos años”, y a mí se me termina de descomponer el estómago. ¿El Dakar? Le ruego al cielo —a Buenos Aires— me el tipo conduzca y me deje de joder con esa vaina, por favor. Cambiamos de tema rápido: los piqueteros, “la Cristina” (Fernández) y el “pelotudo” del presidente.

Al día siguiente en los alrededores de la Bombonera la reventa es una ceremonia que le rinde pleitesía a la estafa y el albur. Algunos me dicen que una popular se puede conseguir por ocho mil pesos, otros dobletean y se mandan hasta dieciséis mil. Los más “serios” y verseros no bajan de veinte mil (es decir, cien dólares en el mercado alternativo). Estos últimos nos aseguran —con una ensayada seriedad— que si conseguimos una popular a menos de “veinte lucas” nos van a vender una “entrada trucha”.

—Papi, si me adelantas la mitad te la consigo en media hora —me promete un gordo pelucón que fuma como una chimenea y se saluda con todo el mundo haciéndose el canchero—. Dame diez mil. ¡Les vamos a romper el culo a los brasileros!

El partido Boca Juniors-Corinthians promete. Sobre todo si nunca pisaste las tribunas del estadio más popular de la Argentina (y, para muchos, del mundo). ¿Por qué el más popular? “Porque Boca es Boca”, dice la gente que sabe (y que a su vez no sabe, la contradicción infinita).

Al final uno de mis amigos del colegio, con el que coincido en la búsqueda de boletos, contacta con tipo “pesado” de la “doce” que vende cada entrada a quince mil pesos. Se acepta el trato sin dilaciones. Se encontrarán por Caminito en un par de horas. Hay mucha ansiedad y desconfianza. Gana la ilusión, por supuesto.

El partido empieza a las nueve de la noche. Pero los rituales arrancan cinco horas antes. Grupos de barristas se juntan y entonan arengas mientras beben birras, ron y consumen drogas, por supuesto. En una esquina dos jóvenes que frisan los veinte comparten con urgencia cocaína. Luego de jalar la droga se echan a cantar “brasilero, brasilero, qué amargado se te ve: Maradona es más grande, ¡es más grande que Pelé!”. ¿Es el fútbol o la droga? ¿Acaso el fútbol no es una droga benigna? Surgen preguntas sin sentido mientras un temor persecutorio todavía no deja disfrutar a pleno la jornada de fútbol: las entradas pueden ser falsas. Ojalá que no. Sería un descalabro mayúsculo.

Para ingresar a las tribunas hay al menos tres controles. La máquina que reconoce la entrada marca verde si esta es original; y rojo si no lo es. En ese instante uno deja de respirar y ajusta de la peor manera. Por suerte, son verdaderas y ya estamos a unos metros de la tribuna más emblemática del fútbol gaucho. Ahora sólo faltan tres horas, sin embargo la gente ya empieza a llegar. Tantas veces había visto por la televisión esas graderías y ese césped, ¡demasiadas! En vivo es otra cosa y la sensación no se puede explicar. Uno queda maravillado, siente que está dentro de una suerte de paraíso terrenal. Entonces hay fotografías, silencios y comentarios. Poco a poco se van llenando las gradas y la algazara se adueña de la noche.

Aparecen telas de color azul y oro. Telas y telas. Más telas que van formando un enmarañado. Ya son muchas, ¿para qué? La respuesta la tienen los barrabravas. Cuando ellos lo decidan, es decir, apenas arranque el partido, todo se esclarecerá y serán los verdaderos reyes de esa selva de cemento y paravalanchas.

Cuando arranca el Boca-Corinthians los hinchas más “pesados” del equipo xeneize aupados por sus segundones subirán a todos los paravalanchas y, desde allí, con la ayuda de las telas comandarán los cánticos siempre controlando a los que están en segunda línea mirando sus culos, sus zapatillas y pantalones… todo, menos el partido. Alguna vez la expresidenta de Argentina elogió a uno de estos barrabravas porque está “colgado del paravalancha y con la bandera, nunca mirando el partido, porque no miran el partido: arengan y arengan, la verdad mi respeto para todos ellos”. ¿Respeto? No. Yo no puedo. ¿Acaso el juego no es lo más importante? Si le impides gozar del espectáculo a los demás —y todavía en la tribuna del pueblo— eres un tirano o algo peor. Canta, alienta todo lo que quieras pero no jodas a los otros… a los que no les queda de otra que obnubilarse con marihuana (que se consume durante todo el encuentro) y el licor.

Mi impotencia fue tal que cuando Corinthians adelantó el marcador casi grito el gol para mandarlos a la mierda. La hinchada, sin embargo, continuó imperturbable. Los brasileños anotan y no importa: todo sigue igual. Miento: cantan con más fuerza y entusiasmo. No son tibios: dejan toda la garganta. Están perdiendo pero el estadio tiembla. Algunos dicen que la Bombonera late. Lo que hizo latir a mi corazón fue el desencanto y la ira. Luego Benedetto —el 9 bostero— marcó el empate definitivo justo en el día de su cumpleaños. No vi nada. Sólo culos de barras privilegiados y olí droga por doquier. Fui a la peor tribuna de la cancha de Boca (en realidad, las otras, por suerte, son distintas). A la “doce” no iré jamás, pues allí uno entiende por qué el fútbol argentino está en escombros, a pesar del innegable talento de sus extraordinarios futbolistas. El imperio de los matones atenta contra el hincha auténtico: el que disfruta del juego. Jerarquías insólitas y alucinógenos en exceso. No, así no. La única droga debería ser el balón, el fútbol, el tiki-taka. No el espanto. El taxista del aeropuerto me advirtió que acá, en la capital de Argentina, el fútbol estaba lleno de mierda. Tenía razón. Mejor hablemos de Fórmula 1 o de bochas, qué sé yo. (Buenos Aires, 18 de mayo de 2022)

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