LUZ EN MEDIO DE LA OSCURIDAD La ficción como linterna mágica
Por Orlando Mazeyra Guillén

Quentin Tarantino, un cineasta que marcó con fuego la vida de un sinfín de amantes de sus largometrajes, explica con claridad en qué consiste su arte: «Lo que yo cuento es una historia que todos han visto una y mil veces. Vamos a dar los pasos más viejos que se han dado en el mundo, pero después viajaremos a la Luna».

La comunicación significa «compartir algo, poner en común». Es lo que, mal que bien, hacemos cuando contamos historias. La herramienta comunicativa fundamental del hombre es la palabra (hablada o escrita): tenemos un lenguaje que nos define y nos permite definir a los demás (y darle color a nuestros sueños, angustias, desvelos y pesadillas).

Desde que aprendemos a leer y escribir en la escuela no dejaremos de hacerlo, a menos que nuestro empeño intelectual sea nulo. Y, si aspiramos a ser profesionales o a crecer como seres humanos, entonces la escritura será (se convertirá en) un hábito, más allá de cuál sea la profesión u oficio que abracemos. La escritura nos permite investigar, introducirnos en senderos inéditos y, si se convierte en una disciplina, es una forma de disfrutar la vida: «Escribo con entusiasmo mi investigación a la que pongo el título provisional de “El cuarto cerrado”. Me adentro lentamente por caminos desconocidos que casi constantemente me llevan a perderme y a callarme. Todavía me queda paciencia; además la escritura es una parte de la disciplina diaria», señaló Ingmar Bergman.

Comunicamos todo aquello que nos resulta necesario, lo que nos revuelve las vísceras: en muchos casos, la necesidad tiene una impronta de urgencia que implica introducirnos en lo más secreto de los seres humanos, acaso en lo que más nos vincula. ¿Por qué narrar la muerte de nuestros padres? ¿Es necesario hurgar en las heridas privadas? ¿Qué ganamos con esa, para muchos, espantosa impudicia? Quizá Ingmar Bergman, genio del cine sueco, pueda esclarecer el panorama a través de algunas de sus heridas más privadas y señeras. Acá, un fragmento de «Linterna mágica», su libro de memorias: «[…] me telefoneó mi madre al teatro para decirme que mi padre había ingresado en el hospital y que lo iban a operar de un tumor maligno en el esófago. Quería que fuera a verlo. Le dije que no tenía ganas ni tiempo, que mi padre y yo no teníamos nada que decirnos, que me era completamente indiferente y que lo único que iba a conseguir con mi visita era asustarlo y molestarlo en su posible lecho de muerte. Mi madre se enfadó. Insistió. Yo también me enfadé y le pedí que no me hiciera objeto de chantaje sentimental. El eterno chantaje del “hazlo por mí”. Mi madre se puso furiosa y se echó a llorar, yo le hice notar que las lágrimas nunca me habían causado la más mínima impresión. Y le colgué».

Sin embargo, la madre de Bergman, testaruda, insistió y fue a buscarlo: «[ella] había llegado al teatro a pesar de la tormenta de nieve. Todavía jadeaba intensamente por el esfuerzo, por sus problemas de corazón y por la ira. Le pedí que se sentara y le pregunté si quería una taza de té. Me contestó que desde luego no pensaba sentarse y que de ningún modo deseaba tomar té. Venía sencillamente a oírme repetir todos los insultos, crueldades y groserías que le había dicho por teléfono aquella misma tarde. Quería ver la cara que ponía al rechazar e injuriar a mis padres. […] Traté de abrazarla y besarla, pero me apartó y me dio una bofetada. […] Yo me eché a reír y mi madre a llorar con desconsuelo. Se derrumbó, no sin habilidad, en una de las sillas de la mesa de conferencias y se tapó la cara con la mano derecha mientras que con la izquierda buscaba un pañuelo en el bolso. Me senté a su lado y le aseguré que por supuesto iría a visitar a mi padre, que me arrepentía de lo que le había dicho y que le pedía de todo corazón que me perdonase. Me abrazó vehementemente y declaró que en ese caso no iba a entretenerme ni un minuto más. A continuación, tomamos un té y nos quedamos charlando hasta las dos de la madrugada».

A los pocos días de aquel amargo suceso, ocurrió algo inesperado: «El domingo siguiente por la mañana telefoneó una amiga de la familia, que vivía con mi madre mientras mi padre estaba en el hospital, para decirme que fuera inmediatamente porque mi madre estaba muy mal. […] Me fui volando. Me abrió la doctora y en cuanto entré me dijo que mi madre acababa de morir. Para asombro mío me eché a llorar violenta y descontroladamente. Me pasó pronto; la vieja doctora estaba a mi lado cogiéndome la mano en silencio. Cuando me serené me dijo que todo había ido bastante rápido, en dos oleadas de veinte minutos cada una. Poco después me quedé a solas con mi madre en el silencioso piso. Yacía en su cama, vestida con un camisón de franela blanco y una mañanita azul. Tenía la cabeza ligeramente vuelta hacia un lado y los labios entreabiertos. Estaba pálida, con ojeras, y el pelo oscuro, sino entrecano, y los últimos años lo llevaba corto, pero la imagen del recuerdo me dice que su pelo era oscuro, tal vez con algunas canas. Las manos descansaban en su pecho. En el dedo índice de la mano izquierda llevaba una tirita. De súbito una intensa luz de temprana primavera llenó la habitación. El pequeño despertador hacía tictac apresuradamente en la mesilla de noche. Me pareció que mi madre respiraba, que su pecho se alzaba, que yo la oía respirar serenamente, creí ver un temblor en sus párpados, me pareció que dormía y estaba a punto de despertar: el engañoso juego de la costumbre con la realidad. Pasé ahí sentado varias horas. Las campanas de la iglesia tocaban a misa mayor, la luz vagaba por la habitación, se oía música de piano en alguna parte. No creo que sintiera dolor, tampoco que pensara, ni siquiera creo que me observara o me hiciera mi propia puesta en escena –esa deformación profesional que me ha acompañado sin piedad toda la vida y que tantas veces ha robado o escindido mis más profundas vivencias».

Ingmar Bergman, el extraordinario artista escindido, descubrió su precoz amor por la ficción a través de los castigos paternos. Su progenitor, si no lo azotaba, lo encerraba en un oscuro ropero. Entonces el niño, trémulo, encendía una linterna para no sentir miedo: «Nunca me faltó alimento para la fantasía y los sentidos, y no puedo recordar haberme aburrido jamás. Al contrario, los días y las horas desbordaban de cosas curiosas, pasajes inesperados, instantes mágicos».

La ficción constituye, para muchos, la única posibilidad auténtica de escapar de nuestras cárceles simbólicas –aquellas que muchas veces nos cuesta aceptar, aquellas que nos imponen los padres desde la más tierna infancia, por ejemplo– y vivir, con la ayuda de la imaginación, instantes mágicos y, por qué no, eternos.

Me resulta inevitable –¡ay!– recordar aquellas noches cuando mi padre, furioso y desbocado, nos cortaba la luz de la casa. Mi madre conseguía deprisa velas para que hiciéramos las tareas escolares. No obstante, yo tomaba su máquina de escribir para escapar de la oscuridad y colorear con palabras mi frágil e inmarcesible mundo infantil. La máquina de escribir de mamá y los castigos de papá fueron los ingredientes fundamentales. De no ser por ambos, nunca habría encendido mi propia y modesta linterna mágica. Yo estaba perdido (aún lo estoy, no me cabe la menor duda), pero luz asoma en mis historias. Y a veces tengo la fortuna de iluminar el corazón de algún lector. Esa es mi mejor recompensa.

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