Hugo Bonet Rodríguez

Por Pamela Cáceres

Yo fui una de las integrantes del Teatro Universitario Cusqueño dirigido por Hugo Bonet. Desde los 17 años hasta que decidí dejar Cusco, el TEUC fue mi buen refugio, en toda la extensión de la palabra. Cuando algunos comenzaron a enviarme mensajes con la noticia de la muerte de Hugo Bonet, no supe qué hacer ni decir, asumí con pena que llevaba décadas sin hablar con el profe Bonet.

Después de hacer de Arequipa mi nuevo hogar solo dos veces había vuelto a visitarlo. La última no lo encontré en Proyección Universitaria, donde trabajaba, y le dejé con una secretaria una revista en la que yo había escrito algo. No sé si la recibió. Luego no volví.

Como muchos de los que llegamos al TEUC en ese tiempo, yo pertenecía a la Generación Fujimori que vivió su infancia con la crisis de Alan y el conflicto armado, y su adolescencia en plena dictadura. Es decir, comía pan de harina de pescado y leche azucarada con caramelos Monterrico mientras carcajeaba con las dalinas, Ferrando y Risas y Salsa. El mundo de la imagen nos había seducido, fuimos los primeros engañados con psicosociales y cortinas de humo. Subimos a combis asesinas y no aprendimos ni Filosofía ni Literatura en colegios que comenzaron a degradarse con el fujimorismo. Alejados de la política adquirimos cierto espíritu práctico de sobrevivencia que hacía sosos nuestros días, tedio que intentaba superarse a punta de pose poético intelectual, alcohol, onda punk o amores fallidos. Fuimos una generación aburrida, anhelábamos la pasión por algo, por lo que sea, llevados por la ola dimos pocas y mediocres peleas.

Por supuesto, en esas condiciones no podíamos ser los aprendices de teatro que le correspondían a Hugo Bonet, quien en mi memoria es un ser enérgico, siempre lleno de proyectos. Con su porte de sabiduría renacentista llevaba por toda la universidad cusqueña sus pasiones sobrenaturales: amaba intensamente al teatro y a su familia, defendía con furor a sus amigos y trataba de ser un andinista coherente (trabajo difícil, imagino).

Sabía que el teatro no era la prehistoria de la imagen de tv o de cine a la que nuestra generación comenzaba a seguir y a obedecer. Era diferente, era un arte de grupo, colectivo, y por eso él escribía dramas que pudieran escenificarse en una sala o en una plaza. Pero no le gustaban los saltimbanquis, nada de zancos ni malabares, confiaba en la posibilidad de tomar las calles con un teatro clásico que presentara épicas andinas. A pesar de su interés por la historia peruana experimentó también estructuras modernas; algo de tercer teatro, algo de Pirandello puede hallarse cuando en sus guiones las estatuas hablan y los aparentes espectadores se suben al escenario reclamando que los indolentes actores que hacen de estatuas salven a un hombre de quien solo se escucha su voz quejándose al ser devorado por los perros.

Ante esas expectativas, Bonet predicaba que el actor de teatro era un ser disciplinado, inteligente, de buena lectura, con una presencia escénica y una vocalización impecables. Así, es fácil imaginar que a veces lamentaba nuestra pusilanimidad, cuando faltábamos, llegábamos tarde o no aprendíamos nuestros diálogos. Sin embargo, por alguna extraña razón, siempre hablaba como si tuviera plena esperanza en nosotros, como si automáticamente al elegir el camino del TEUC hubiésemos ganado un papel protagónico en la escena de la vida cusqueña.

Durante tres años ensayamos en el Paraninfo universitario La casa de Bernarda Alba: una madre autoritaria destina a sus hijas feas y calenturientas al duelo y a la soltería. La obra requería varias actrices en escena, y aunque mi experiencia es poca en dirección teatral, puedo decir que Bonet era talentoso para planear, controlar y coordinar magníficamente los movimientos de varios actores al mismo tiempo. El teatro era para él una danza en la cual cada artista realiza un movimiento propio, pero en correspondencia con el resto de sus compañeros. No seguía la escuela del naturalismo, le decía al actor cómo gesticular, cuantos pasos dar, cómo moverse y qué tono y matiz usar para sus diálogos. Pero además lo ejemplificaba, mostraba cómo hacer tu personaje y actuaba por ti, de modo que lo vi representar a un inca, a un cura libidinoso, a un español, a una anciana, a una joven coqueta, a una niña; gozaba de plasticidad y versatilidad envidiables.  

“Es difícil trabajar con mujeres”, decía Bonet, y ejemplificaba su afirmación con una anécdota de décadas atrás cuando la obra sí logró estrenarse. Todo estaba listo, las luces, el público, los aplausos; de pronto Bonet decide ir a ver por última vez a sus actrices antes de salir a escena. ¡Oh sorpresa!, frente a sendos espejos se maquillaban bellísimas jovencitas listas para representar a las hijas feas y entradas en años de Bernarda Alba. Conociendo al profe puedo imaginar que hizo desaparecer toda aquella belleza con un par de gritos.  

En otra ocasión preparábamos una obra para llevar al festival de Ccatca, un pequeño pueblo salinero de Quispicanchis. La mayoría de espectadores eran quechua hablantes de los anexos cercanos que sentados en los cerros que rodeaban al tabladillo disfrutarían el regreso del inca y la coya. Punta Punta Karaho Qatqa Qollana era la pieza escrita completamente en quechua por Bonet, por tanto, los roles protagónicos los desempeñaron compañeros que hablaban perfectamente esta lengua. En una escena, la coya y el inca debían caminar con donaire y autoridad hasta el centro seguidos por los vasallos. Algo no funcionaba, Bonet paró todo, llamó a la coya. “¿Cómo caminarías si fueras la jefa de todo un imperio que va de Chile a Ecuador?, no caminarías así, las caderas de Bonet se movieron de un lado a otro y se convirtió en una coqueta señorita cusqueña. Tú eres la jefa, un imperio está a tus órdenes. La coya volvió a intentarlo un par de veces, pero no lo consiguió, ¡la debilidad de la coquetería! De pronto, Bonet grita, “¡Pamela, agárrale los pies! Impide que dé pasos. Y tú intenta caminar”, ordenó. ¡Bendita juventud!, me pasé aquella sesión en cuclillas agarrando con fuerza los pies de la coya para impedir sus pasos. Al finalizar, lo habíamos logrado, la coya caminaba como si el mundo fuera completamente suyo.

Otra vez, en nuestros ejercicios debíamos representar solo con nuestras manos diferentes emociones: tristeza, envidia, timidez. Aparecieron en escenario como extraños animales diferentes manos y se contorsionaron. Yo me negué a hacer el ejercicio. Ciertamente mantenía una vergüenza oculta por mis manos. Sea por deber, afición o genética tenían siempre la piel reseca hasta el colmo, algunos callos que todavía conservo, uñas cortas y padrastros (hoy cicatrizados). Bonet aceptó mi negativa, pero a la salida ya había preparado su discurso: “A ti te avergüenza no tener manos de princesita cojuda, ese es tu problema, las aspirantes a princesitas cojudas son incapaces de valorar las manos del trabajo”. Y vaya que tenía razón.

Un día me encontró leyendo un folletito de Patria Roja y me lo cambio por un libro de Flores Galindo, Buscando un inca. Cuando se lo devolví, preguntó para comprobar que lo hubiera leído: “A ver, ¿quién era Rumi Maqui?” Me prohibió que entrara en la sucia politiquería universitaria, “eso no es política, eso no es izquierda”, sentenció. No le hice caso y dejé el TEUC por un tiempo. Cuando regresé después de ver cumplido el desastre vaticinado por Bonet, vino el consabido “Te lo dije”. Respondí airada, a fin de cuentas yo sabía de qué se trataba la cosa, ahora nadie me vendría con mentiras, repuse con una madurez sobreactuada. Pero Bonet rio teatralmente: “Entérate que cuando uno pisa suciedad, aunque la limpie queda con un maldito hedor, una sensación de asco durante el resto del camino”.

Ya en mis últimos meses en Cusco me pidió que por favor lo ayudara a mudar el taller de su gran amigo el poeta Raúl Brozovich, quizá el mejor poeta cusqueño del siglo XX. Brozovich se jubilaba luego de trabajar por años en Proyección Universitaria junto a Bonet. Llevé al enamorado de entonces para que nos ayudara con los muebles. Bonet nos dio algunas indicaciones, había que cuidar los papeles y los libros, acomodar y limpiar los muebles; luego nos dejó solos en medio de un absoluto y triste desorden. Libros, hojas mecanografiadas llenas de versos tachados en rojo y sobrescritos en azul, algunas ropas, cerámicas, bastidores, pinturas secas, polvo, arañas, vidrios rotos, vestigios de ratones.

Todos sabíamos que Brozovich tenía algunos problemas con la bebida y el amor, así que mudar aquel ambiente fue tarea de una melancolía que sin pertenecernos podía alcanzarnos. Dimos alguna lectura ligera a las hojas mecanografiadas que íbamos apilando en la caja que correspondía, pero en un momento hallamos tres o cuatro servilletas de papel manchadas con sangre que mostraban en azul intenso ciertos versos garabateados. Cuidadosamente las apartamos para mostrarlas a Bonet. Cuando observó nuestro hallazgo, se encogió de hombros, “si quieren guárdenlas aquí” y señaló una caja vacía, “pero eso sí les digo, ni piensen que eso es poesía, la poesía no te brota de pronto, la poesía cuesta, la poesía se trabaja. Esto sí es poesía” sentenció señalando la caja con hojas mecanografiadas y rigurosamente corregidas por el poeta.

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