El poeta del desierto

Por Gabriela Caballero

El desierto es un paisaje detenido en el tiempo y el espacio, donde el poeta transita errante. Es asimismo un lugar mítico, fundacional o postapocalíptico, que vincula a los hombres con la memoria. En ocasiones, el poeta se detiene y contempla. A veces, le tienta abrir surcos en la tierra árida para dejar en ella simientes de aire. Y, a veces también intenta levantar ciudades hechas con palabras. Del otro lado, hay quienes aguardamos el viento que nos trae ecos de su voz e intentamos atraparlos en cuanto aparecen, sabiendo que provienen de épocas distintas, como cuando recostados sobre la tierra examinamos el brillo de las estrellas. 

Es precisamente este desierto, el tópico unificador en la obra poética de Segundo Cancino, quien estos días ha sido nombrado Personaje Meritorio de la Cultura 2024, por muchísimas razones, entre ellas, su enorme producción literaria y el valioso rol que desempeña en la actividad cultural de la ciudad al dirigir las revistas “Mojinete”, “Parásito & huésped” y, principalmente, “Killka”. Una faceta literaria de la cual no contó durante las clases que daba en la universidad, porque su acentuado sentido ético le hacía considerar incorrecto hablar de sí mismo y confundir su espacio de trabajo con el de su creación.

Aunque al principio me intimidaron su porte, sus maneras refinadas y su vastísima cultura (aún lo hacen), con los años tuve la oportunidad de conocer al niño que lleva con él; quien juega a las escondidas y, de cuando en cuando, se asoma en sus ojos de adulto para sacarnos la lengua y reír. He visto cómo ese niño susurra al oído del poeta y le recuerda su primera caligrafía en la mesa de una cocina en Huanuara, junto a la madre que muele especias en el batán de piedra; mientras, afuera, crece el rumor del río, la sombra del padre que vuelve al hogar… Le habla, además, del color de las piedras, el hueco del eucalipto, la maldición de las lechuzas, el espíritu de los gentiles que el fuego nunca conseguirá apagar…  Y luego le señala con el dedo, aquel camino que un día lo llevará a la ciudad, donde impera el pensamiento utilitarista, apropiándose de las cosas y de las personas que solo buscan su propio beneficio. Allí, donde el hombre se enfrenta con el hombre, la tecnología, el auge del comercio y el falso o mal interpretado historicismo, bajo la constante amenaza de convertirse en un ser conflictuado o en un habitáculo inhumano. En medio de esta relación dialéctica, vuelve, una y otra vez, la imagen del desierto y, por encima de este, la multiplicidad significativa del sol o la luna que se detienen para revelar la precariedad de los seres humanos que van sucumbiendo ante una enajenación de espejismos.

Aun conociendo todo lo que implica, celebro que Segundo Cancino sea el poeta que transita en el desierto y que este lugar sea quizás Tacna, donde, en palabras del poeta y crítico literario Washington Delgado, “escribir poesía es menos que llorar”.

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