La normalización del mal

Por: Christian Capuñay Reátegui

REFLEXIONES

El constante incumplimiento de las más elementales normas de tránsito por parte de algunos conductores es un mal endémico en nuestro país. Por alguna razón que quizá debería ser materia de un estudio antropológico o sociológico, ciertos peruanos que se sientan al volante de sus vehículos mutan en seres irresponsables e irrespetuosos, incluso con potencial para causar accidentes de consecuencias insospechadas.

He atestiguado más de una vez las agresiones verbales de grueso calibre que cierto conductor recibe solamente por detenerse ante la luz roja en un cruce de la ciudad. Los choferes que vienen detrás de él lo apremian para que avance. Como se niega, exorcizan el demonio que los domina endilgándole los adjetivos más abyectos. No satisfecho, uno de ellos incluso arrojó una piedra contra su vehículo.

Me dijo que lo mismo le ha sucedido muchas veces, especialmente en ese punto, donde la autoridad de tránsito está ausente siempre. Con cierta vergüenza, incluso me confesó que alguna vez, harto de ser insultado y de los bocinazos de los autos, se pasó la luz roja. Ahora, dice, ha decidido tomar otra ruta para no soportar esos 30 segundos de angustia.

Y es que son solo 30 segundos en promedio lo que demora un cambio de luz. Pero algunas personas no pueden esperar ese tiempo y prefieren llenarse de vitriolo y amargar a los demás. Hace falta ser muy estoico para no reaccionar en la misma medida o muy cristiano para poner la otra mejilla.

Hasta aquí hemos hablado solo del irrespeto a las indicaciones del semáforo. Nos tomaría mucho más espacio referirnos a otras faltas muy comunes al reglamento de tránsito, como el exceso de velocidad, causante de tantos accidentes con miles de víctimas fatales en todo el país.

¿Por qué seremos así? Hay una clamorosa falta de civismo, dicen algunos; nula educación vial e irrespeto a la ley, dicen otros. Todas son verdad, pero debe haber algo más en el fondo para explicar que hayamos normalizado este tipo de conducta nefasta.

No obstante, este problema no se limita solo al ámbito del tránsito. Si hemos normalizado el irrespeto a las normas más elementales de convivencia ciudadana, surge el peligro de que hagamos lo mismo en contextos más complejos.

En el ámbito político, por ejemplo, de un tiempo a esta parte hemos normalizado que ciertos sectores actúen no en la búsqueda del bien común, sino en la persecución de intereses particulares. Y esto se hace cada vez con menos pudor y más desfachatez ante la pasividad de la ciudadanía. Si queremos evitar que el mal se normalice en la política como en el tránsito es urgente alzar la voz.

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