COMENTARIOS NO REALES

Por Pamela Cáceres
CAPÍTULO VI: DE LA GRANDÍSIMA CONFUSIÓN QUE GUARDAN AQUELLOS QUE CUESTIONAN «¡¿SABES QUIÉN SOY YO?!»
Viene pues momento de terminar mi suma narración. Haga memoria buen lector y regrese a donde yo cronista chusma me hallaba acorralada por la Gestapo de la Belleza. Aunque descuidada en mi seguridad, había previsto qué hacer en caso fuera atrapada, así como lo estaba en ese momento.
Me había resignado con que finalmente recibiría buen aporreo. He de decir que desde mis niñeces bien he aprendido a perder y hasta he hallado cierto dulzor en la buena derrota. Abominando un poco de ganadores y perfectos, gusto he hallado de tragedias griegas y realismo europeo donde aquellos más dignos, más aventureros, más lúcidos y más agónicos, mueren siempre. Atendiendo a estos mis valores, decidí no huir y agarrar a cualquiera de aquellos creídos ángeles y darle como toda mi alma mandaba, aun a pesar de los aporreos que me cayeran del resto de la cuadrilla. Endurecí pues la musculatura como lo hiciera el futbolista viendo llegar el choque rival.
Grande fue mi sorpresa cuando mis atacantes comenzaron a parlotear en vez de aporrear. Fue allí donde soltaron por aquí y por allá los cuestionamientos que motivan esta suma narración: «¡¿Sabes tú quién soy yo?!» «¡¿Sabes tú quiénes somos nosotras?!» Estas preguntas oídas al pie de letra me sorprendieron buenamente al venir de nínfulas que parecían de poca reflexión. Pensé confesar que no me hallaba capaz de adivinar sobre el ser de ellas, siendo que yo venía batallando ya algunos años para entender mi propio ser.
Pero, las creídas de Victoria’s Secret no esperaron mi respuesta. Al instante pasaron más bien a informarme quién era yo y sobre todo cómo era yo, creyendo en su vano pensar que ambas informaciones gozaban del mismo valor. Qué si mi cintura, qué si mis tallas, qué si mi peso, qué si mis piernas, qué si mis caderas, qué si mis cabellos. Mucha y detallada información prestaron, pero no por su gusto o por su afición, sino por aquel martirio que algunas féminas llevan ya desde pequeñas aspirando brutamente a la perfección de carnes.
Queriendo yo contener sus minuciosas y extensas descripciones sobre mi tan provechosa constitución opiné pasáramos sin más desperdicio al aporreo generalizado, pero solo me dieron algunos débiles empujoncitos que no me dieron pie para ejercer mis previsiones. Hasta que alertada por el escándalo interrumpió una celadora de la escuela y detuvo el altercado, regresándonos a fuerza al colegio para que se hiciera inscripción de la grave falta que significaba que unas «señoritas» se gritonearan en plena calle Teatro, así pues se nombraba aquella calle de la escuela.
Pero no acaba así la historia. Saliendo me esperaba la progenitora de la Gran Führer que recuérdese era la condiscípula que había fundado la logia germana de la cual yo hice burla. Si esta condiscípula no controlada en sus violencias, era de temer, has de saber buen lector que su defecto no era hurtado ni cultivado sino más bien heredado. La progenitora no podía quejarse de aquello que en casa de herrero cuchillo de palo, con su pimpollo eran más bien harina de misma talega, «Papa partida» como dicen en mi pueblo.
Comenzó pues la mujer preguntándome si yo sabía quién era ella, igual que habían hecho las nínfulas tiempo antes. Entendiendo la pregunta de buena voluntad, supuse que a su edad de señora entrada en carnes me vendría con un relato de vida muy hazañosa y holgada en virtudes. No fue así, en vez de decir quién era ella pasó a decir qué hacía su marido para ganar la vida, que no son igual, pues no es lo mismo aquello que una es y aquello que hace el marido en busca del pan. Sin embargo, gran confusión lleva esta gente en reflexión de tales preguntas.
Resulta pues que el marido era el poderoso funcionario juzgador de un pequeño distrito de una pequeña provincia alta de mi tierra natal el Cusco. En esa calidad, amenazó la mujer, que yo por decir infundios sobre su distinguido retoño sería mandada presa, acusada por el juzgador de distrito de «querecía». Teniendo yo entonces ya alguna cultura en jurisprudencia, que luego mal estudiaría algunos añitos en la UNSAAC, corregí su ignorancia diciéndole que no se pronunciaba «querecía» sino «querella» y añadí que siendo yo menor de edad no iría presa de la manera en que me deseaba ella.
Mi argumento puso muy furiosa a la «señora» que entonces pasó a decirme quién era yo o más bien quién era toda mi progenie, que nuevamente aclaro, tampoco son lo mismo. Sorprendente cantidad de información conocía la esposa del juzgador de distrito, ya de cuán pocas posesiones gozaba mi linaje, ya de cuán india era nuestra sangre, ya de cuántas peleas conyugales y hasta del número de libaciones que hacía mi pariente progenitor. Luego pasó a hacer burla de unos cursis poemitas que había yo escrito y publicado en esas edades. Esto último, pienso, sí fue gran venablo, pues creo que dejó sin vida a la poetisa cursi en ciernes y alumbró y nutrió a esta cronista chusma, muy gustosa de prosas.
Acabo así mi narración no sin antes anotar que como había dicho en capítulo anterior, si alguien arroja la pregunta «¿Sabes quién soy yo?» sepa pues el interpelado tomar con pinza. Aviso es que quien así pregunta guarda más saber sobre usted y mucho menos que sobre sí mismo, carencia que les causa gran suplicio. No se trata pues de introspección, no se trata la cuestión del ser o no ser, sino del parecer, o del hacer, o quizá del cálido yacer.