DIVERSIDAD EN LA MARCHA DEL ORGULLO

“Donde todos piensan igual, nadie piensa mucho”, Walter Lippmann.

Por Ricardo Lucano

Cada año, miles de personas participan en lo que se conoce como la Marcha del Orgullo. Para algunos, es una celebración colorida; para otros, un gesto que incomoda. Pero más allá de su estética o sus consignas, esta manifestación expresa una búsqueda profunda y legítima: el derecho a vivir con dignidad, sin tener miedo, sin recibir burlas, sin vivir excluido.

En sociedades donde ciertos cuerpos, formas de amar o estilos de vida han sido históricamente vigilados o marginados, la presencia pública de estos mismos cuerpos es un acto profundamente político. Como advertía Michel Foucault, el poder no se limita a prohibir, sino que organiza y clasifica la vida misma: quién puede vivir, cómo debe vivir, y bajo qué condiciones es reconocido.

Foucault acuñó el término biopolítica para describir ese tipo de control que no se ejerce solo con leyes, sino con discursos, costumbres y normas sociales que definen qué vidas son valiosas y cuáles no. La Marcha del Orgullo, en este sentido, no es una provocación: es una respuesta racional a siglos de invisibilidad. Es un reclamo por el derecho a ser parte de la comunidad sin tener que esconderse o negar sus sentimientos y emociones.

Los participantes no buscan imponer una forma de vida, sino romper el silencio impuesto a quienes no encajan del todo en los modelos tradicionales. Personas diversas —jóvenes, familias, adultos mayores, creyentes o no, se reúnen para decir: existimos, contribuimos a la sociedad y merecemos respeto.

En estas manifestaciones confluyen historias reales de personas que han sufrido discriminación laboral, exclusión en los centros de enseñanza o violencia en el espacio público. La marcha pone eso en evidencia, no desde el resentimiento social, sino desde una afirmación esperanzadora de la vida, una vida que no quiere esconderse, sino convivir con respeto.

La diversidad no es una ideología, es un hecho. Y el respeto no exige que todos estén de acuerdo, sino que se reconozca el derecho del otro a existir sin ser dañado ni negado.

Como señalaba Foucault, en las sociedades contemporáneas el poder opera a través de lo que consideramos “normal”. La Marcha, entonces, no es un capricho moderno ni una amenaza al orden, sino una forma de mostrar que la normalidad también debe ensanchar sus límites para incluir a más personas en condiciones de justicia.

Romper estereotipos no significa relativizar los valores; significa entender que una sociedad madura se mide por su capacidad de acoger, no de excluir. Detrás de cada bandera y de cada cartel, hay vidas concretas que han aprendido a resistir la vida misma con alegría. Y en lugar de temer a esas expresiones, podríamos verlas como una invitación a pensar mejor nuestra convivencia.

La democracia no es uniformidad. Es pluralidad respetuosa. Es saber que la diferencia no nos debilita, nos completa. Como dijo Walter Lippmann, donde todos piensan igual, nadie piensa mucho. Y tal vez pensar más y convivir mejor sea justamente lo que necesitamos.

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