LA DIVINA MISERICORDIA
Por: Javier Del Río Alba – Arzobispo de Arequipa
La segunda semana de Pascua comienza con el domingo de la Divina Misericordia, instituido por nuestro recordado Papa san Juan Pablo II en el año 2000, cuando también canonizó a sor Faustina Kowalska, una religiosa polaca a quien Jesús eligió a inicios de los años ’30 del siglo pasado para hacerla testigo y mensajera de la infinita misericordia divina, en la cual «se expresa la naturaleza del todo peculiar de Dios: su santidad, el poder de la verdad y del amor» (Benedicto XVI, Homilía, 15.IV.2007). Misericordia sin límites, que históricamente se ha manifestado de modo perfecto en Jesús crucificado, de cuyo corazón abierto por la lanza del soldado romano salió sangre y agua (Jn 19,34). Agua, signo del bautismo y del don del Espíritu Santo, a través del cual, gratuitamente, se nos perdonan los pecados, somos incorporados a la Iglesia y hechos partícipes de la naturaleza divina (Catecismo, nn. 1265 y 1267). Sangre, signo de la Eucaristía que el mismo Jesús instituyó en la Última Cena como sacramento destinado a perpetuar en todos los lugares y tiempos su misterio pascual: desde su sacrificio en el Gólgota hasta su victoria sobre el pecado y la muerte.
De esta manera, a través del corazón traspasado de Jesús en la cruz, «no cesa de difundirse, también entre los hombres y mujeres de nuestra época, el flujo restaurador del amor misericordioso de Dios» (Juan Pablo II, Homilía, 22.IV.2001). Con su infinita misericordia, Dios ha puesto un límite al mal y ha transformado el mal en bien; del peor mal que podíamos cometer los hombres, es decir matar a Dios, Él ha sacado el mayor bien: librarnos del poder de la muerte y hacernos partícipes de su vida divina desde este mundo y por toda la eternidad. El amor misericordioso de Dios es la respuesta a los interrogantes y los más profundos sufrimientos de los hombres, especialmente ante el misterio del mal. Como también dijo san Juan Pablo II en su citada homilía: «Quien aspira a la felicidad auténtica y verdadera, sólo en él puede encontrar su secreto». O, en palabras del mismo Jesús a santa Faustina: «La humanidad no encontrará paz hasta que se dirija con confianza a la misericordia divina» (Diario, 300).
La paz es el don que Jesucristo dio a sus discípulos estando aún vivo (Jn 14,27) y también cuando se les apareció resucitado (Lc 24,36). «No la paz según la mentalidad del mundo, como equilibrio de fuerzas, sino una realidad nueva, fruto del amor de Dios, de su misericordia» (Benedicto XVI, Regina Coeli, 15.IV.2007). Como nos recuerda con frecuencia el Papa Francisco, Dios nunca se cansa de perdonarnos sino que somos nosotros los que algunas veces nos cansamos de pedirle perdón y nos damos ya por perdidos, abandonamos nuestro deseo de conversión. La fiesta de la Divina Misericordia nos invita a confiar en Jesús y dejarnos acoger gratuitamente por su amor, para que poco a poco transforme nuestro corazón que en ocasiones le cuesta perdonar o se vuelve egoísta. Si lo hacemos así, experimentaremos ese don de la paz y lo podremos transmitir al mundo, que tanto lo necesita, porque se cumplirán en nosotros las palabras de Jesús: «sean misericordiosos como su Padre es misericordioso» (Jn 6,36).