Todas miran hacia arriba
Por Pamela Cáceres
Una de las jugadoras, alta y fornida, patea fuerte y mal. La pelota sale disparada y rebota sobre la malla que protege del sol la cancha de fútbol y su tribuna. Las mujeres arrojan al cielo una y otra vez botellas de agua, piedras medianas y una pelota desinflada intentando alcanzar y sacudir la bendita malla para que deje rodar y caer la pelota.
La mediocampista de uno de los equipos recorre con la mirada una de las columnas que sostiene el techo, está hecha de varillas entrecruzadas que podrían ser una escalera, tal vez, cinco o seis metros hacia arriba. No está muy alto, ¿y si subo?
Ahorita cae, responden con falso optimismo sus compañeras. Mejor anda trae una pelota de tu casa, propone alguna voz desalentada. Pero es una mala idea, no se puede dejar la pelota allí arriba. ¡Tenemos que bajarla!, se dicen las mujeres y los objetos que hacen de proyectiles son lanzados con mayor energía, y a veces hasta con furia, pero la pelota no cae.
Ante las dudas de sus compañeras la mediocampista emprende la escalada agarrándose de las varillas cruzadas. Al llegar arriba trata de alcanzar el borde de la malla para sacudirla, pero su brazo es corto y no lo consigue. ¡Ya bájate! ¡no se puede!, le gritan las mujeres, tratado de evitar algo peor, mientras la mediocampista se estira en vano para coger la todavía lejana malla. ¿Y si se resbala?, pregunta alguien, pero nadie quiere contestar.
Ya está allí en lo alto, ¿qué más puede hacer la mediocampista? Nuevamente examina la estructura y encuentra un camino, una larga viga central que atraviesa el techo y que está flanqueada por unas arquerías de fierro que sostienen otras piezas de malla. La centrocampista se agarra de uno de esos arcos y adelanta un pie en medio del vació. ¡No!, ¡No! ¡bájate!, gritan sus compañeras con nerviosismo, ¡bájate!, ¡bájate! Suplican.
En las graderías una pequeña niña de dos años que ha visto cómo gritan las mujeres, deja caer al suelo la bolsa de chichasara que ha estado comiendo durante todo el partido y rompe en llanto.
¡Ay!, ¿ahora?, su hijita se ha dado cuenta, afirma una mujer mientras otra va corriendo a cargar a la niña. Ya va a venir tu mamá, ¿ya bebé?, no llores, la mamá ya baja. Pero la niña sigue llorando.
Alguien nuevamente le pide a la mediocampista que regrese ¡ya bájate! Hasta que otra voz con mayor autoridad sentencia ¡Silencio! La vas a poner más nerviosa. Todas se callan. La mediocampista se va acercando a la pelota, se agarra de un fierro, estira el brazo hasta alcanzar la malla y sacude, la malla hace débiles ondulaciones. Por fin la pelota se mueve y cae, pero a nadie le importa. Todas quieren ver que su compañera regrese sana y salva.
Cuando ya está cerca del suelo, la mediocampista da un pequeño saltito y toma tierra como si la operación hubiera sido muy simple. Las mujeres respiran tranquilas. ¡Qué valiente! Le palmean la espalda. Alguien corre a buscar la pelota. La centrocampista recoge la bolsa de chichasara, arropa a la niña en una lliclla y nuevamente la sienta en la tribuna. El partido continúa.
Aquella noche la mediocampista hace algunos goles, pero aun así su equipo pierde. Paga un sol por la derrota. Mientras se pone la casaca encima de la camiseta empapada de sudor comenta a sus compañeras que todavía no ha hecho la comida y que su esposo está por llegar. Coge a su niña de la mano y regresan presurosas a su casa en medio de una carretera cercada por focos de pobre luz amarilla.