Corrupción ilustrada
Por Fátima Carrasco
Los entresijos de las empresas editoriales para favorecer al mercado.
Jacques Meynard (1922 – 2001) alias Jacques Brenner fue uno de los críticos literarios franceses más influyentes, además de consejero editorial, asesor literario de Ed. Julliard desde 1968, lector de manuscritos en Ed. Grasset, importante historiador de la literatura francesa, columnista de Le Figaro, París Normandie, Le Matin o Lire, Gran Premio de la Academia Francesa en 1995, jurado de los premios Jacques Chardonne, Deux Margots, Renaudot; autor de una veintena de títulos, incluidas 6 novelas exitosas y reditadas, ensayos, de “Una historia de la literatura francesa de 1940 a nuestros días” (1978), “Les families litteraires francaises” (1997) y “Le neveu de Beethoven” (1998).
Pero fue la publicación póstuma de sus “Diarios” la que lo enaltece, con su honrado y autocrítico informe de los sucios entresijos de su selecto círculo intelectual.
Sus herederos demoraron cinco años en hallar al valiente editor J. J. Pauvert, quien publicó los cinco tomos en Ed. Payard. En “La coucine des Prix” (2006) abundan los chantajes, la marginación a los escasos incorruptibles, los figurones —editores, jurados, escritores, agentes literarios y críticos de dudosa catadura moral— que mercadean con todos los premios literarios, incluidos el Goncourt, y el Renaudot, que desde hace décadas se reparten 4 editoriales: Grasset, Le Seuil, Gallimard y Albin Michel.
Detalla viajes, comidas, juergas pagadas con vergonzantes transacciones (un editor que impone a su autor, a quien ha pagado un adelanto que quiere amortizar, el jefe de Brenner, director de Ed. Grasset avisándole que cierto escritor quiere regalarle un perro con pedigree —los predilectos de Brenner— e invitarle a un exclusivo restaurante para conocer sus gustos privados (!?), un editor que regala a un miembro del jurado un auto de lujo para que vote por su autor) y conversaciones (“Si votas por … reeditaremos tus críticas literarias en una edición de lujo con un anticipo millonario”, “un premio nos sacaría de apuros” —petición de un editor menesteroso—, “no te olvides de que mi favorito es…”).
Un festival de trapicheos ratificados por un par de periodistas en Le Figaro, para disgusto de los impresentables aludidos por Brenner.
Nadie duda de la corrupción generalizada, de la escasez de ética en círculos empresariales, políticos, deportivos, militares, etc. Es incuestionable, es vox populi y se valora a quienes la denuncian.
Sin embargo, cuando se trata de corruptelas literarias se considera a los denunciantes fracasados, envidiosos y/o mentirosos per se.
Quizás sea por la falsa percepción de que en todo microcosmos literario sobra el idealismo, el afán creativo desinteresado, obviando que en esos, como en todos los mundos, proliferan oportunistas dispuestos a ser el perejil de todas las salsas, al margen de sus hipotéticos méritos literarios. Ilustrativo y sórdido es el caso de una juntaletras que, motu propio, se ufana de su semi relevante premio, obtenido tras hacerle cierto favor a un, según ella, jurado de escasos atributos. Cuanto mayor es el premio, menos edificantes las gestiones para obtenerlo.
Respecto a Brenner, se descarta que fuese mentiroso, fracasado y/o envidioso. Merced a su apabullante currículum se dio crédito a sus revelaciones. Eso confirma cuan injusta es la opinión pública: la palabra de Brenner vale más que la de cualquier observador descontento. ¿Sólo los arrepentidos, los Brenner de turno pueden dar testimonio de corruptelas? ¿El derecho a opinar y denunciar lo determina el propio currículum? Entre dos autores con talento, siempre será premiado el que además despliegue ciertas habilidades zoociales, características de todo escritor con pretensiones —al respecto, el orate Nietzche opinaba “Hacer una profesión del estado de escritor debe tomarse, al menos, como una forma de estulticia”.
Así, quien denuncie o proteste por favoritismos en la concesión de premios sólo consigue desacreditarse; y algo aún peor: promocionar todavía más al premiado.
Dalí, pionero del merchandising artístico y escritor infravalorado, afirmaba “Lo importante es que hablen de uno, aunque sea bien. Pero si hablan mal, mejor”. Eso equivale, en impagable estrofa de valse puesto una vez más de moda por Bunbury, “ódiame por piedad, yo te lo pido / odio quiero más que indiferencia”.
Por eso, ante la intrínseca ordinariez de cualquier premio literario con ganador predeterminado, pareciera que el único recurso de todo letraherido —o letraleído— veraz sería sustituir la justa indignación por la absoluta indiferencia. Porque en los concursos literarios todos somos iguales. Pero algunos son más iguales que otros.