SANTA ROSA DE LIMA Y TÚ
Por: Javier Del Río Alba – Arzobispo de Arequipa
El 30 de agosto de cada año se celebra en el Perú la solemnidad de Santa Rosa de Lima, hija de una familia de la clase media que vivió entre finales del siglo XVI e inicios del XVII. Isabel Flores de Oliva, ese era su nombre original, desde pequeña sintió la atracción hacia una vida de intimidad con Dios. Junto con otros santos que vivieron por la misma época en el Perú, Rosa de Lima es uno de los primeros frutos de la fe católica en nuestras tierras. El apelativo de Rosa se lo puso de modo definitivo el segundo arzobispo de Lima, santo Toribio de Mogrovejo, que con la sabiduría que lo caracterizó vio en ella la belleza que transparentaba su alma. Sin embargo, algunos historiadores dicen que ya antes su madre la llamaba así.
Santa Rosa de Lima no fue religiosa ni vivió en un convento, sino que fue una joven laica que se consagró como terciaria de la Orden Dominica y siguió viviendo en casa de sus padres, en cuyo huerto ocupó una pequeña habitación en la que pasaba largo tiempo en oración y penitencia. Si bien tuvo no pocas experiencias místicas, ello no la alejó de este mundo sino que, por el contrario, se dedicó también a ayudar a los pobres y enfermos. Conocedora del amor de Dios, tuvo un gran celo por la salvación de las almas y por el anuncio del Evangelio. En síntesis, a través de la negación de sí misma y de una vida de oración y servicio a los más pobres y necesitados, en santa Rosa de Lima se cumplieron las palabras de Jesús: «Quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la encontrará». Ella encontró esa vida eterna para la que todos hemos sido creados pero tan pocos la comienzan a experimentar en esta tierra.
Recordando la vida de santa Rosa, cada uno se puede preguntar cómo está llevando su propia vida. ¿Hemos descubierto el gozo de vivir en comunión con Dios o hemos reducido el cristianismo al mero esfuerzo humano de cumplir con unas normas morales que, al final, no nos satisfacen? ¿Dedicamos al menos un poquito de tiempo cada día a la oración o a leer algo de la Biblia, o vivimos nuestras jornadas apoyados únicamente en nuestras fuerzas, como si Dios no existiera para nosotros? ¿Somos sensibles al sufrimiento de las personas que nos rodean y a las necesidades de los pobres, o tal vez sin darnos cuenta hemos terminado encarcelados en nuestro egoísmo y nuestros propios intereses?
Si nos atrevemos a hacernos preguntas como esas, tal vez algunos se den cuenta que, distraídos por los compromisos de la vida cotidiana o adormecidos por el bienestar, se han alejado de Dios. Tal vez otros se den cuenta que, engañados, están buscando la felicidad en los ídolos de este mundo pero que, al final, no se sienten satisfechos del todo. Si usted, querido lector, está en una de esas situaciones o en cualquier otra en la que no se encuentre realmente feliz, permítame invitarlo a volver a Dios que tiene siempre los brazos abiertos para acogernos, para perdonarnos y para introducirnos en ese Reino de los Cielos que Jesús trajo a la tierra y cuyas primicias se encuentran en la Iglesia. En síntesis, lo invito a dejarse amar gratuitamente por Dios y a experimentar ese amor a través de los sacramentos de la Reconciliación y la Eucaristía, a través de los cuales podrá recibir la vida divina y experimentar la alegría de vivir en comunión con Dios y con los hermanos.