LA BIBLIA, PALABRA DE DIOS

Por: Javier Del Río Alba – Arzobispo de Arequipa

En septiembre los cristianos celebramos el Mes de la Biblia, libro que “contiene la Palabra de Dios y, en cuanto inspirada, es realmente Palabra de Dios” (Conc. Vaticano II, DV 24), porque así como para revelársenos plenamente Dios se ha hecho hombre en Jesús de Nazaret, ha querido también hablarnos en palabras humanas que están contenidas en las Sagradas Escrituras. A través de ellas, Dios nos da a su Hijo, Palabra eterna del Padre, es decir el Verbo divino que es la segunda persona de la Trinidad (Catecismo de la Iglesia Católica, nn.101-102). Por eso, “la Iglesia siempre ha venerado la Sagrada Escritura como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo” (DV 21).

Dios no ha escrito nada directamente, pero ha inspirado a los autores humanos de los diversos documentos que componen la Biblia, de modo que ellos pusieron por escrito todo lo que Dios quería y sólo eso. Al leer la Biblia debemos tener en cuenta que no se trata de un libro de historia que nos relata hechos con precisión cronológica, ni un libro de ciencias naturales. Debemos tener en cuenta también que, aunque ha sido escrita por hombres que usaron el lenguaje de su tiempo y diversos elementos de su cultura, la Biblia contiene, sin error, la verdad que Dios nos ha querido revelar para nuestra salvación (Catecismo, nn. 105-110).

Para entender correctamente la Biblia debe ser leída a la luz de la muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo y con el mismo Espíritu con que fue escrita, es decir con el Espíritu Santo. Sin Él, “la Escritura sería letra muerta” (Catecismo, n. 111). Ello requiere además que se preste especial atención al contenido y unidad de las Sagradas Escrituras, así como a la interpretación oficial que la Iglesia ha hecho de ellas a través de los siglos (nn.112-114). No es correcto, por ejemplo, tomar sólo una frase u oración y pretender explicarla fuera de su contexto y sin relacionarla con otras partes de la Biblia o con las enseñanzas de la doctrina católica.

La Palabra de Dios contenida en las Sagradas Escrituras tiene un poder y una fuerza tan grandes que, dice san Pablo, permanece operante en quien la acoge con fe, hasta el punto de transformarlo desde dentro y hacer de él una nueva creación (1Tes 2,13; 2Cor 5,17). Como escribió san Pedro a los cristianos de su época y vale para los que acogen la Palabra de Dios en cualquier momento de la historia: “habéis sido regenerados, pero no a partir de una semilla corruptible sino de algo incorruptible…la palabra del Evangelio que se os anunció” (1Pe 1,23-25). De ahí se entiende por qué el Papa Francisco dice que los cristianos hemos de leer al menos un poquito de la Biblia cada día y orar con ella. Como decía san Jerónimo, desconocer las Escrituras es desconocer a Cristo.

Además de la lectura personal de la Biblia, el lugar privilegiado para escuchar y acoger la Palabra de Dios es cuando ésta se proclama en la Misa. Por eso, es muy importante también que escuchemos con atención las lecturas de la Misa y que los sacerdotes preparen bien la homilía a través de la cual explican la Palabra de Dios.

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