Qué buenos modales
Por Pamela Cáceres
Hace algún tiempo comencé a explorar algunos artículos periodísticos y textos publicitarios cuyo tema es la identidad. Entre otras cosas encontré que en ellos los famosos personajes limeños de pura cepa o los “verdaderos” arequipeños (los llamados “arequipeños – arequipeños”) tienen en común dos características: sus buenas costumbres y su estado de extinción. Siempre son caballeros de buenos modales, respetuosos, elegantes y cultos, y además o ya desaparecieron o están por hacerlo o son un reducido grupo que justamente resalta por la escasez de sus integrantes.
Me parece que este culto por las “buenas costumbres” aristocráticas en realidad es una invocación de diferencia ante el peligro de invasión. La nostálgica defensa del Manual de Carreño no es una plegaria por la democratización de las normas de convivencia social. El culto a los buenos modales no quiere que los pobres o los aimaras o aguarunas aprendan a comer con doce cubiertos, lo que en el fondo quiere es caracterizar a los “buenos” y a los “malos” y fundamentar, aparentemente más allá de criterios raciales, la distinción y hegemonía de un grupo identitario que se ve amenazado por la presencia de otros.
En realidad, los buenos modales distinguen. No es cierto que fueran creados precisamente para facilitar la convivencia, ese es un mito moderno. Su primacía en el Renacimiento coincidió con la aparición de la idea del individuo y de sus costumbres personales; antes, en la Alta Edad Media, donde ciertamente no había caballeros, todo era bastante colectivo, los platos, las camas y hasta los baños. Fue en el Renacimiento cuando su práctica distinguía a quienes “verdaderamente eran humanos”. No por casualidad llamaban “policía” al conjunto de normas sociales cuyo cumplimiento diferenciaba a quienes vivían en la “polis” de los habitantes del campo. Equivalía a lo que hoy llamamos “urbanidad”: normas para vivir en la urbe.
Los conquistadores, si bien en su mayoría no fueron nobles practicantes de la más fina “policía” sabían muy bien de sus poderes y beneficios, por ello en las crónicas españolas observamos la risa y el horror ante la falta de policía de los naturales. Los conquistadores quedaban boquiabiertos y asqueados con el manejo de las excrecencias, la estructura de las ciudades y las costumbres gastronómicas de los naturales. Los rasgos de diferenciación entre aborígenes y occidentales señalados más frecuentemente fueron la religión, la raza y la policía; de allí probablemente perdure un trauma histórico que a algunos los lleve a prestar excesiva atención a los buenos modales.
Otra época en que se exaltó el uso de las buenas costumbres, los modales y la caballerosidad fueron las primeras décadas del XX. Flores Galindo en “Apogeo y crisis de la República aristocrática” narra extrañas anécdotas sobre la oligarquía y su concepción señorial de la sociedad que incluía el prestigio de los apellidos y las familias, un comportamiento correcto, que aparte de la moralidad, imponía el respeto de los iguales y la obediencia de los subalternos.
La oligarquía durante el gobierno de Leguía estaba obsesionada por adoptar modales, costumbres y modas de Europa, en especial francesas, su práctica era muy importante para diferenciarse y defenderse como clase en ciudades que crecían por la llegada de migrantes y en un país donde la voz de las revueltas campesinas comenzaba a oírse. El respeto a la caballerosidad llegaba a extremos irracionales: el historiador narra que el padre de Raúl Porras murió en un duelo con un extraño que se había sentado en la banca de un parque público a la misma hora en la que solía ocuparla él junto a la señora Porras.
Flores Galindo y Pablo Macera afirman que este el culto al comportamiento señorial se expandió al resto de grupos sociales y étnicos, de modo que era un ideal compartido ser un caballero de modales franceses tanto por hacendados, señores y empleados. Probablemente, éste es el prototipo de finura que causa nuestras nostalgias y que incluso ahora hace que las clases medias y hasta las bajas nos preocupemos en distinguir a los “verdaderos ricos” de los nuevos ricos con una mentalidad que siempre polariza.
Una mentalidad que atribuye huachafería, mala educación y suciedad a los pobres y a los migrantes que a pesar del esfuerzo siempre serán delatados por sus costumbres. Los buenos modales se encargan de distinguir la falsa o verdadera “calidad”, por ejemplo, de esos “advenedizos de origen provinciano” que han comprado casas en la Molina o en Cayma y recorren las playas de Asia o de Mejía montados en cuatrimotos cuya vistosidad contrasta con la nueva mesura y hasta modestia de los llamados “verdaderos ricos” cuya elegancia y discreción, paradójicamente, debe notarse para delatar la ruidosa y vistosa falsedad de los recién llegados.