NOVELA DE ARGUEDAS FRENTE AL PAÍS
Por Ricardo Lucano.

Hay novelas que no se leen con los ojos, sino con el corazón, más que narrar, queman en las manos. El zorro de arriba y el zorro de abajo no se acomoda a la novela tradicional; más bien, se cuela por las grietas de lo indecible. José María Arguedas no escribe desde la ficción pura, sino desde un lugar al borde de lo existencial, frágil. Es un testimonio que duele, un último intento de aferrarse -con palabras- a un país que se le escapa como agua entre los dedos.

Arguedas nos lanza preguntas. ¿Dónde quedó la comunidad que conoció de niño? ¿Qué significa ser parte de algo cuando todo alrededor se descompone? La novela entera vibra con esa angustia: un país que crece, pero no une; que cambia, pero no incluye. Y no es solo una ciudad o un puerto industrial el que aparece, sino el Perú entero, con sus heridas abiertas, con su gente arrastrada por olas de migración, pobreza y silencio.

Arguedas no escribe desde la comodidad de quien observa, sino desde la herida del que vive lo que cuenta. Por eso su narrativa rompe, salta de voces anónimas a confesiones íntimas, como si la forma misma no pudiera sostener tanta fractura. Y es que, en el país que se moderniza sin reconciliarse, hablar de “nosotros” ya no es tan fácil. ¿Quiénes somos ese “nosotros”? ¿Quién puede decirlo con legitimidad?

Recurramos a la visión de los filósofos: Walter Benjamin, que vio en el progreso no una victoria, sino una avalancha que entierra a los más débiles. Arguedas lo entiende bien. La supuesta modernización no trae justicia ni equidad: deja sindicatos quebrados, empleos miserables, cuerpos cansados. Pero, entre esos escombros, aún hay canto, aún hay lengua, aún hay memoria. Emmanuel Lévinas, el otro – el que sufre, el que ha sido callado – no es solo objeto de estudio porque nos interpela, nos obliga a responder. Y eso hace Arguedas. Escribe como quien responde al rostro del otro que no quiere – ni debe – desaparecer. Frantz Fanon, con su lectura del colonizado que vive entre dos mundos, sin pertenecer del todo a ninguno. Arguedas lo encarna. Criado en el mundo quechua y formado en el sistema criollo, carga en sus entrañas una fractura profunda. Y esa grieta no es solo personal; es la del mestizo, del migrante, del obrero, del país entero que no logra reconocerse.

A pesar de todo, la novela no es un grito de derrota. Es, más bien, un intento de rescate. Una búsqueda obstinada de sentido. Arguedas no niega la descomposición, pero tampoco deja que todo se pierda. En los márgenes, en los personajes que aún cantan o maldicen en quechua, en las cartas que escribe como quien se despide, hay una resistencia. Pequeña, sí. Incompleta. Pero viva.

El zorro de arriba y el zorro de abajo no ofrece respuestas cerradas. Lo que deja es preguntas que sigue latiendo: ¿todavía podemos decir nosotros sin mentirnos? ¿Es posible reconstruir un país que se viene abajo sin haber llegado a estar de pie?

Arguedas no afirma, pero tampoco calla. Nos deja retazos de voces que se cruzan sin entenderse del todo, de dolor que no se resigna. Nos dice, quizás sin quererlo, que mientras alguien siga escribiendo, cantando o recordando desde los márgenes, la historia no se ha terminado. Que incluso en la ruina, hay gestos de humanidad. Y que, aunque desgarrado “el nosotros” aún puede balbucearse.

Porque a veces, parte de la solución es: no dejar que el silencio sea total.

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