El Ministerio Público, rehén de su propia crisis
Por: Carlos Meneses
Mientras tanto, la postergación de la elección no debe interpretarse como una pausa, sino como una advertencia: el colapso institucional no se detiene solo con el paso del tiempo. Si los fiscales supremos no asumen la magnitud de su responsabilidad, el costo será pagado por toda la sociedad peruana. Porque cuando la justicia se paraliza, los únicos que ganan son los corruptos.
La decisión de la Junta de Fiscales Supremos de postergar hasta el 2026 la elección del nuevo fiscal de la Nación es el reflejo más claro de la profunda parálisis institucional que atraviesa el Ministerio Público. En medio de pugnas internas, inhabilitaciones, procesos disciplinarios y la ausencia de liderazgo efectivo, la entidad encargada de defender la legalidad y conducir la política criminal del Estado se encuentra hoy atrapada en su propio laberinto.
El país asiste a una escena preocupante: la máxima instancia del Ministerio Público, llamada a garantizar estabilidad y dirección en un momento de incertidumbre nacional, opta por dilatar una decisión crucial para el sistema de justicia. Con ello, prolonga un interinato frágil que debilita la legitimidad de las decisiones fiscales y transmite al ciudadano una sensación de abandono institucional. En otras palabras, quien debe velar por el Estado de derecho no logra ordenar su propia casa.
El contexto que ha derivado en esta parálisis no es menor. La inhabilitación de Delia Espinoza por parte del Congreso, sumada a los procesos judiciales aún abiertos, y el retorno parcial de Patricia Benavides al cargo de fiscal suprema, han fracturado la cúpula del Ministerio Público. La Junta de Fiscales Supremos, integrada por magistrados que deberían actuar como un cuerpo colegiado, se muestra hoy como un espacio de desconfianza mutua, donde los acuerdos son imposibles y las agendas personales prevalecen sobre el interés institucional.
En esa lógica, la figura del fiscal interino, Tomás Gálvez, no consigue consolidar autoridad ni consenso. Su papel ha quedado reducido al de un administrador circunstancial de conflictos, más que al de un líder con capacidad de encaminar la institución hacia una salida. La decisión de postergar la elección, según se ha informado, responde a la falta de consenso entre los miembros de la Junta. Pero detrás de esa frase diplomática se esconde una verdad más dura: el Ministerio Público ha perdido el sentido de urgencia frente a la crisis que enfrenta.
No se trata solo de un problema de nombres o de quién ocupe el cargo. Lo que está en juego es la estabilidad de una institución clave para la democracia. Sin una conducción legítima y con respaldo interno, las investigaciones sobre corrupción, crimen organizado o violaciones a los derechos humanos corren el riesgo de quedar atrapadas en la telaraña de los intereses políticos y personales. Cada día de interinato erosiona la confianza ciudadana en la imparcialidad del Ministerio Público y abre espacio para la injerencia externa.
La ciudadanía observa con justificada preocupación cómo la justicia se convierte en terreno de disputa. La Junta Nacional de Justicia, el Congreso y el propio Ministerio Público se enfrentan en una pugna de competencias y deslegitimaciones recíprocas. Ninguna de estas instituciones parece consciente del daño que provocan sus enfrentamientos al sistema de justicia en su conjunto. Mientras tanto, los grandes casos de corrupción y criminalidad organizada avanzan lentamente, en un escenario donde los fiscales temen actuar por falta de respaldo.
Es imperativo recordar que el Ministerio Público no puede ser un campo de batalla política. Su misión es defender la legalidad, investigar los delitos y representar a la sociedad frente al crimen. Cuando la lucha por el poder interno se impone a esa misión, la justicia se vacía de contenido. Los ciudadanos terminan desamparados, y el mensaje que se envía al país es devastador: en el Perú, la justicia se subordina a los intereses de grupo.
La postergación de la elección hasta el 2026 solo posterga lo inevitable: una reforma profunda del sistema de designación y funcionamiento de los altos cargos fiscales. No puede ser que una institución de tanta trascendencia dependa exclusivamente de acuerdos internos marcados por rivalidades. Es hora de discutir mecanismos más transparentes, meritocráticos y libres de interferencias políticas, que garanticen que quien llegue a la jefatura del Ministerio Público lo haga por sus capacidades y no por alianzas circunstanciales.
El país no puede permitirse una Fiscalía débil, fragmentada y desacreditada. En un contexto donde la criminalidad organizada gana terreno, donde la corrupción se infiltra en múltiples niveles del Estado y donde la desconfianza ciudadana en las instituciones alcanza niveles históricos, la fortaleza del Ministerio Público es esencial. Cada semana de indefinición es una concesión más a la impunidad.
Por ello, el llamado debe ser claro y firme: la Junta de Fiscales Supremos tiene la responsabilidad de resolver sus diferencias y recuperar el sentido institucional que le corresponde. El Perú no puede esperar hasta el 2026 para tener una conducción legítima en el Ministerio Público. La justicia no puede seguir siendo rehén de sus propias pugnas internas.
El próximo año deberá marcar el inicio de una reconstrucción moral y administrativa dentro de la Fiscalía. No bastará con elegir a un nuevo titular; será necesario recomponer la confianza pública y establecer reglas claras de integridad y transparencia. Solo así el Ministerio Público podrá volver a ser un pilar del Estado de derecho y no un símbolo de su descomposición.
