Simples notas al pie de página de la historia
Por: Christian Capuñay Reátegui
Una rápida búsqueda en internet arroja diversos artículos periodísticos en los que se llama la atención sobre el récord mundial que el Perú ha batido en cuanto a expresidentes encarcelados por diversos delitos.
Y es que cuando dentro de pocos días el expresidente Alejandro Toledo llegue al país extraditado por Estados Unidos, ya serán tres los exgobernantes presos en simultáneo en la misma cárcel.
Acusado de cobrar coimas a la empresa Odebrecht, Toledo será vecino de celda de Alberto Fujimori, condenado a 25 años de cárcel por violaciones a los derechos humanos; y de Pedro Castillo, en prisión preventiva por el intento fallido de golpe de Estado.
Pero el caso no abarca solo a ellos. Todos los expresidentes desde 1990, salvo Valentín Paniagua (2000-2001) y Francisco Sagasti (2020-2021) están en la cárcel, han estado en ella o podrían terminar presos por las acusaciones en su contra.
Es evidente que tal situación nos está diciendo algo. Para Alberto Vergara, se trata del fracaso de la derecha, el centro y la izquierda en el Perú. No le falta razón. Fujimori, Toledo y Castillo se autoproclamaron en su momento como los que iban a solucionar los más grandes problemas de la patria, pero sus gestiones terminaron atravesadas por la corrupción y la inoperancia o por ambas a la vez.
Suele resaltarse la vergüenza de ver a quienes recibieron el honor de presidir al país ingresar a la cárcel acusados de fechorías indignas de un jefe de Estado. Sin duda, causa vergüenza. Salvo honrosas excepciones, el tipo de gobernante que hemos padecido en las tres últimas décadas no es motivo de orgullo. Elegimos mal y esa es nuestra responsabilidad. Valentín Paniagua, respetable político de grata recordación en muchos sectores y quien presidió el gobierno de transición en el 2000, obtuvo un discreto 5.75% de los votos en las elecciones del 2006 y ocupó el quinto puesto, muy lejos de Alan García y de Ollanta Humala, quienes pasaron a la segunda vuelta en dicho proceso, pero años después terminaron salpicados por el caso Odebrecht.
No obstante, sería igual de lamentable que la justicia peruana no tuviera la capacidad para tocar a personajes por más encumbrada posición hayan tenido. Tal escenario sí se presentó en Chile donde Augusto Pinochet falleció sin responder por los crímenes que se le imputaron. En el Perú, la labor de la Fiscalía y del Poder Judicial no goza del respaldo de la ciudadanía y existe desconfianza respecto a su independencia frente a la política, pero al menos algo se ha avanzado en cuanto a la persecución del delito de aquellos que aprovecharon su posición de privilegio para enriquecerse.
Es penoso que la confianza de los ciudadanos (si es que aún existe) sea traicionada cada cinco años por personajes que seguramente serán solo una nota al pie de página en la historia de esta época. Para ellos, que sigan ampliando el penal de Barbadillo.