CUENTO: “ZIG ZAG”
Verónica Arze R.
Yo tenía ocho años y comía polillas.
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Avanzábamos sobre el mundo en un tren repleto de gente adormecida, entre bultos y algunos animales enjaulados. La delgada grieta de una ventana soportaba el peso de mi cabeza; el viento frío enredaba mis cabellos, quemaba mis mejillas y a veces metía en mi boca insectos. Afuera, la noche parecía un poncho agujereado como el que solía usar Josecho para cubrir su viejo lomo encorvado por ese gastado acero verde que llevaba de sombrero, un casco del ejército británico que combinaba con unos lentes tornasolados algo oxidados y unas botas que don Carlos, el zapatero, le lustraba frente a mi casa en el barrio más antiguo de Puno. Recordé que no me había despedido de él y que no le pregunté lo más importante.
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—¿Crees que me lo regale?
La mirada de mi padre seguía el equilibrio de un pasajero que dormía de pie. Jalé de su chompa.
—Su casco. ¿Podemos volver?
Soltó, entre muecas, unas palabras que fueron acalladas por el silbato de la locomotora.
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La pollera del cerro elevaba la zapatería un metro arriba del suelo. Para llegar a la puerta, don Carlos colocó dos bloques de roca lisa donde Josecho solía recibir los últimos rayos de sol. Una de esas tardes no me atreví a entrar a casa. Los gritos de mi madre iban disparando una y otra vez mi nombre: “¡Julia!, ¡Julia!, ¡Julia…!”. Crucé la calle de tierra, trepé velozmente las gradas de piedra y me senté junto a los ancianos. Cuando ella abrió la puerta vi su sombra deformada extenderse sobre mis zapatos cubiertos de barro, Josecho se quitó el casco y me lo puso. Fue la única vez que vi su cabello blanco y que sentí el peso de sus años.
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—Todos vamos a compartir el mismo cuarto —dijo mi madre.
Ella estaba frente a mí. A su lado, una mujer gorda picchaba coca. Mis hermanos viajaban sentados al otro lado del pasillo, me llevaban diez y doce años.
—A medida que se vayan construyendo las otras habitaciones nos iremos acomodando. Claro, primero los chicos —añadió.
—¡Será horrible!, ¡volvamos! —respondí sin mirarla.
—¡De qué hablas!, ¡te estoy diciendo cómo serán las cosas! —terminó por gritar. Mi padre me guiñó el ojo, lo hacía siempre para pedirme silencio.
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Finas agujas de hielo pasaban arañando las ventanas del tren. Pensé en las polillas rodeando el foco que colgaba en el patio. Yo las cazaba vivas y las guardaba en una bolsa, las que morían las ponía bajo mi lupa para observar sus alas. Con ese botín de bichos esperaba a mi primo en la zapatería. Juntos escapábamos al otro lado del cerro y allí nos encontrábamos con sus amigos, ellos orinaban chorros en los hoyos de la tierra y yo aguardaba atenta con un bote de vidrio la salida de alguna tarántula. Nos gustaba alimentarlas y verlas devorar las presas que les llevábamos, luego las liberábamos y nosotros también volvíamos a casa. La tarde en que Josecho me salvó de una paliza, mi madre regresó temprano del trabajo y salió a buscarme con un látigo trenzado. Tenía prohibido portarme como un hombre, tenía prohibido andar con esos niños.
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—Quiero vomitar —volteé a decirle a mi padre mientras tragaba saliva.
Su respiración era ruidosa y seca. El zigzag del tren había dormido a todos los pasajeros, a todos menos a la señora sentada junto a mi madre, ella aún picchaba coca.
—Voy a vomitar —pude balbucear.
Las arcadas no me dejaron decir más y mi vientre se contrajo de golpe. La mujer sacó una bolsa debajo de su manto y rápidamente se impulsó hacia mí sobre sus bultos. El alboroto despertó a mis padres y a uno que otro pasajero.
—Tranquila, chiquita —susurró mi padre levantando mis cabellos—. Saca todo lo que puedas, no te preocupes. Luego te sentirás mejor.
—Quiero volver —dije entrecortadamente, entre lágrimas y más arcadas.
—Le dije a Julia que deje esa espantosa costumbre de comer bichos —arremetió mi madre— iSiempre es tan testaruda! Y ahora me viene…
—¡Por favor! —la interrumpió mi padre.
Metí casi toda mi cabeza dentro de la bolsa. Mientras la llenaba, empecé a identificar los restos de todos mis alimentos, incluso a los insectos flotando en la bilis amarilla.
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La luz de la tarde había recortado las sombras de la zapatería como una porción de torta. Don Carlos sentado dentro de ese triángulo luminoso sacaba brillo a las botas de su amigo. Yo me oculté bajo el peso del casco y Josecho, mientras peinaba con los dedos sus cabellos ralos, empezó a soltar carcajadas. Cuanto más se acercaba mi madre, más fuerte reía. De pronto, sentí una felicidad incontenible y empecé a retorcerme. Don Carlos nos miró en el reflejo brillante del cuero y reímos los tres hasta llorar. El viento levantó un remolino de tierra fina y mi madre desapareció. Cuando llegué a casa mentí, dije que Josecho nos había contado cómo consiguió ese casco. Nadie sabía cómo ese resto de la Primera Guerra Mundial llegó a Puno ni cuántos años llevaba usándolo, pero como mi madre era poco interesada en las historias de la gente no preguntó nada y me mandó a encender las luces del patio. Me senté bajo la luz que colgaba como una campana, atrapé otra polilla y me la metí a la boca.
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El cielo empezaba a aclarar lentamente y los pasajeros iban despertando.
—¿Por qué las comes? —leí en los labios de mi padre.
—Porque me hacen cosquillas en el paladar —le dije—. No sé, papá. El silbato del tren anunció nuestra llegada a Arequipa.
—¿Por qué nos mudamos? —le pregunté.
—Para estar mejor —me dijo al oído—. No sé, Julita.
Busqué su mano y la estreché con fuerza.