El Nuevo Testamento y su principal mensaje
P. Luis Andrés Carpio Sardón
¿Qué nos enseña el Nuevo Testamento sobre cómo nos ve Dios? La respuesta podría estar en estas palabras de Jesucristo: “El que me ve a mi ve al Padre” (Jn 14,9). Es decir que, en primer lugar, cuando hablamos de Dios, estamos hablando de una persona, es Alguien, no es algo: no es un concepto, no es una idea…
Es una Persona que ve, escucha, siente y ama. Todo lo cual nos permite entender a Dios, y nos enseña cómo lo podemos tratar, dado que es como nosotros o, mejor dicho: nosotros somos como Él, porque hemos sido hechos a su imagen y semejanza por Él.
Entonces, lo que yo siento, lo siente Dios; y lo que me gusta, le gusta a Dios. Y lo que me alegra, le alegra a Dios. Y si lo atiendo, se siente atendido. Y si valoro lo que ha hecho por mí, se siente valorado y agradecido.
Todos sabemos que cuando hemos sido más felices ha sido cuando hemos querido y nos han querido: el amor es la pieza clave de una vida feliz.
En segundo lugar, dice el Compendio de la doctrina social de la Iglesia que: “Jesús manifiesta tangiblemente y de modo definitivo quién es Dios y cómo se comporta con los hombres” (CDSI 28).
Es decir que Jesús nos cuenta no sólo que Dios es una persona, sino una persona que, principalmente, ama, y que lo hace como Papá. Y, además, nos dice cuánto nos quiere a cada uno: hasta entregar a su Hijo por nosotros, es decir, hasta dar su vida por nosotros. Es increíble.
Además, Jesús nos cuenta que Dios nos llama a todos a ocupar con Él el lugar de hijos de Dios, para lo cual nos regala al Espíritu Santo, que es quien lo vincula con Dios Padre amorosamente, y quiere que también nos una al Padre nuestro; lo cual es un honor, es causa de nuestra gran dignidad y es punto firme de apoyo para nuestra autoestima.
Esa condición que compartimos todos de ser hijos de Dios, nos convierte, por lo tanto, en hermanos, lo cual preside y modela el trato entre nosotros los hombres, y explica que cultivemos los valores que permiten que expresemos esta verdad en nuestra vida: tener, de arranque, una actitud de acogida hacia los demás; cultivar un corazón que no excluya a ninguna persona; partir de una visión positiva de cada uno y de la misma humanidad; mirar con simpatía a todos; partir de una actitud favorable a todos; verlos con buenos ojos siempre.
Todo esto, recordando las palabras de san Pablo: existe “un solo Dios y Padre de todos” (Ef 4, 6). Todos somos hermanos y, por lo tanto, entre todos los humanos se da una igualdad fundamental. ¡Que se note!