LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA
Por: Javier Del Río Alba Arzobispo de Arequipa
Iniciado el camino hacia la Navidad, el viernes pasado hemos celebrado la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, fiesta en la que conmemoramos el acontecimiento a través del cual Dios intervino en el momento en que María fue concebida en el seno de su madre santa Ana y la preservó del pecado original. Igual que nosotros, María forma parte de la descendencia de Adán, pero en ella Dios actuó de modo extraordinario aplicándole por anticipado los méritos de nuestro Señor Jesucristo y, así, la creó en el estado de inocencia original que tuvieron nuestros primeros padres en el paraíso antes de caer en el engaño del diablo que los llevó a pecar. Más aun, Dios santificó a María, la creó toda santa, desde el primer instante de su existencia. «Nadie como tú ha sido plenamente santificado…nadie ha sido previamente purificado como tú», dirá san Sofronio refiriéndose a María (PG 87/3, 3248).
De esta manera, Dios preparó a María para la misión que tenía previsto que desempeñara en la historia de la salvación. En primer lugar, para ser la morada en la que habitaría Jesús, el Hijo de Dios, durante los nueve meses de su gestación como hombre. La preparó también para criarlo y educarlo en la fe del pueblo de Israel, primero, después ser su discípula y acompañarlo en su misión hasta la muerte en el Calvario, para finalmente reunir a la Iglesia naciente a la espera de la resurrección del Señor y, desde entonces, acompañarla también a lo largo de los siglos con su maternal intercesión. Ahora bien, María ha hecho y sigue haciendo todo eso de modo libre, porque si bien fue concebida sin el pecado original, no le fue quitada la libertad. En ese sentido, en la fiesta de la Inmaculada no sólo celebramos la concepción de María sin pecado original y la plenitud de la gracia que le fue concedida, sino también su absoluta fidelidad a Dios y permanente adhesión a sus designios. Podemos decir, entonces, que María es la madre de la nueva creación que Dios ha inaugurado en Cristo. Su fe se contrapone a la incredulidad de Eva y hace posible que la cabeza de la “serpiente” sea destruida, como fue anunciado por Dios en el Génesis, y nosotros seamos liberados del dominio del diablo que conduce al pecado y la muerte eterna.
La Inmaculada Concepción de María, entonces, es como el inicio de nuestra liberación y posterior divinización. Gracias a ella, Dios se hace hombre y, con su muerte en la cruz, nos redime del mal, con su resurrección nos justifica y con su ascensión abre para nosotros las puertas del Cielo. María es imagen del cristiano porque, como dice san Pablo, también a nosotros «Dios nos eligió en Cristo, antes de la creación del mundo, para que fuésemos santos e inmaculados ante Él por el amor» (Ef 1,4). En el bautismo, Dios extirpa de nosotros el pecado original y nos hace hijos suyos en Cristo; y mediante su Palabra, los sacramentos y la vida en la Iglesia, nos va transmitiendo su gracia y, haciéndonos partícipes de su vida divina, va transformándonos y realizando en nosotros una nueva creación que llegará a su plenitud cuando Jesús vuelva al final de los tiempos. Entonces, «seremos semejantes a él [por toda la eternidad], porque lo veremos tal cual es» (1Jn 3,2).