Por: César Belan

Según la mitología griega, Sísifo, hijo de Eolo y rey de Corinto, incurrió en la impiedad y soberbia (hibrys), negando las leyes de los dioses para hacerse él mismo un “dios”. Señalan las antiguas historias que, además de su tiránico mandato, y robar y asesinar viajeros para satisfacer su codicia, reveló los secretos de los dioses. Zeus lo castigó y lo encadenó a Tánatos, la muerte. Pero la soberbia de Sísifo no retrocedió. Antes de ser condenado a vivir en el infierno, asociado a la muerte, exigió a su esposa Mérope que incumpliera con los ritos funerarios prescritos por la costumbre. Ante la afrenta, Hades, príncipe del inframundo, exigió venganza. Sísifo se ofreció a exhortar a Mérope para que cumpla con sus deberes religiosos y satisfacer a los dioses de ultratumba. Hades accedió. Sin embargo, una vez devuelto al mundo de los vivos, Sísifo se resistió a volver, ofendiendo a los dioses (en especial a Hades) hasta su muerte natural, en la ancianidad. Una vez restituido al infierno –esta vez para siempre– fue condenado a cargar una enorme piedra hasta lo alto de una montaña, desde donde la roca rodaba siempre cuesta abajo, obligando al desdichado Sísifo a repetir su tarea para siempre.

Sísifo, el existencialismo y la Nouvelle Vague.

Este mito cautivó la imaginación de pensadores y artistas de los años venideros. Especialmente, luego de la debacle vivida por la humanidad luego de la Segunda Guerra Mundial, tuvo inusitada vigencia. A la luz de esta historia filósofos existencialistas reflexionaron sobre la rebeldía del hombre sobre la naturaleza y su destino, su sentido trágico siempre enlazado a la muerte, y la futilidad de sus trabajos y empresas. Albert Camus dedicaría un libro, publicado en 1942, a esta historia inmortal.

Inspirada por el existencialismo y otras corrientes filosóficas de vanguardia, la cinematografía francesa revolucionaría el séptimo arte entre los años sesenta y setenta. Directores como Truffaut, Rohmer y sobre todo Godard renovarían radicalmente el mensaje y la forma de hacer cine, iniciando lo que la crítica ha denominado la Nouvelle vague, o Nueva ola francesa; movimiento artístico que repercutió internacionalmente y rápida alcanzó seguidores en todos los rincones del orbe. Por su parte, Japón, país de una tradición cinematográfica centenaria sería terreno fértil para sus postulados artísticos.

En la Postguerra, Japón iniciaría su milagro económico y un despegue social y cultural de mano de la liberalización que impondría el gobierno de ocupación americano. Las libertades ideológicas antes constreñidas por el nacionalismo florecerían, dando lugar a una época de esplendor en el cine, allá por los años cincuenta. Sin embargo, la búsqueda de mayor perfección formal y una preocupación profunda por la identidad, el futuro y el sentido del Japón (después de eventos traumáticos como Hiroshima y Nagasaki) empujarían a los jóvenes directores a formas menos convencionales y más exigentes al espectador. Es así como nacería la Nueva ola japonesa, aquella que sin ceñirse férreamente a los postulados artísticos de su par francés, lograría generar un mensaje y formato original bajo su influencia.

Los directores más representativos de la Nueva ola japonesa o nūberu bāgu serán: Nagisha Oshima (Death by hanging, 1968; Merry Chrismas Mr. Lawrence, 1983), Masahiro Shinoda (Los pornógrafos, 1966), Yoshishige Yoshida (Eros + Masacre, 1969), y Hiroshi Teshigahara (La mujer de arena, 1964). Son famosos por su experimentación con el lenguaje cinematográfico, obsesión por la fotografía y sus problemas con la censura. Sin embargo, a pesar de no estar dentro de las coordenadas temporales del movimiento, un hombre debe ser considerado el padre de la Nueva ola japonesa: Kaneto Shindo. Este magnífico realizador en los inicios de los años sesenta nos regalará una cinta que es como un verdadero manifiesto del nuevo cine japonés.

«La isla desnuda»

Hadaka no shima (1960) es la decimoquinta cinta de Shindo, y la más importante luego de su famosísima Niños de Hiroshima (1952). Como lo hizo con esta película, discurre y medita a propósito de la condición humana, ya no teniendo como telón de fondo la tragedia atómica, sino que se centra –de manera más metafísica– en la vida rural japonesa. «La isla desnuda» relata la historia de una familia que habita una colina-islote en la prefectura de Hiroshima (lugar de nacimiento del director). El lugar no cuenta con agua y la pareja de esposos tiene que trasladarse varias veces al día hasta la ciudad de Mihara para traerla en pequeños baldes. Luego los transportan a la cima de la ladera, donde siembran algunos productos. Mientras tanto sus dos hijos ayudan en las tareas del hogar y pescan.

La cinta explota, fundamentalmente, el hermoso paisaje, y lo contrapone con la historia de sufrimiento y angustia de la pareja al tratar de sobreponerse a la inmensidad de la naturaleza. Una soberbia fotografía del mar de Seto –que atraviesan todos los días para recoger el agua– y de la propia isla desnuda y conquistada por los frágiles protagonistas, será el eje de la obra. La película, asimismo, prácticamente no tiene diálogos. Toda la intensidad del drama recae en las secuencias y en actuación –meramente gestual– de Nobuko Otowa y Taiji Tonoyama (este último, un actor alcohólico que se recuperó de su adicción durante el rodaje, al no poder acceder a la bebida en ese paraje extremo).

Shindo nos trae a la memoria la historia de Sísifo con su film. Ya no se trata del cruel rey corinto, sino de una simple pareja de campesinos japoneses que, como un castigo (la vida misma), están obligados a acarrear agua hasta la cima de una árida isla para sobrevivir, mientras en los alrededores el progreso y desarrollo (simbolizados en el comercio y cultura de postguerra) hacen patente que su lucha con la naturaleza carece de sentido. A pesar de ello, ambos esposos –una magistral analogía de la humanidad– no cejan en una tarea siempre titánica y dolorosa. Labor que se les presenta sin razón de ser por momentos. Tan solo la felicidad de sus hijos –tan fugaz que a veces no merece ese nombre– empuja a hombre y mujer a esa tarea imposible. Sin embargo, Sísifo –el griego, no el japonés– irrumpe de nuevo en la historia, esta vez no obligando a acarrear agua en una cubeta hasta la cima de una colina, sino encadenado del inevitable Tánatos a los esposos. La muerte, pues, llevará a los extremos la lucha existencial de los protagonistas.

La isla desnuda es una película contemplativa. Su lento ritmo y obsesión por la perfección visual pueden hacerla cansina al espectador novato. Sin embargo, vale la pena verla; es más, debe meditársela. La música de Hikaru Hayashi acompañará esta épica historia cotidiana, haciéndonos remontarnos (cual otros Sísifos, con nuestro dolor a cuestas) a la cima de lo dramático. Afortunadamente, desde la cumbre de la isla desnuda, y ante un panorama de belleza invencible, arrojaremos nuestras penas al océano para no cargarlas una vez más.

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