Elogio de la filosofía
Por: César Félix Sánchez – El Montonero

Como decía el filósofo, «todo hombre, por naturaleza, desea saber» (Met A, 1). Y eso es cierto aun en nuestros confusos y oscuros tiempos en los que la necedad prolifera. Y si la mente del hombre no se recrea en la contemplación de su objeto propio, la verdad, pues se desviará hacia la multitud de cosas insignificantes, ridículas o nocivas como chismes, frivolidades y stultitiae variae, que son ahora pan de cada día, incluso desde altísimas cátedras y púlpitos.

El necio siempre anda en pos de un perpetuo aggiornamento, porque, como dice el Eclesiástico, «cambia como la luna» (27:11). Pero el Logos permanece, haciendo, como el sol en la alegoría platónica, inteligible todo el cosmos. Es por eso que urge entablar «conversación con los difuntos», como diría Quevedo, a través, de preferencia, de las ipsissima verba philosophi, de las mismas palabras de los filósofos. Pero ¿por dónde empezar?

Alfred North Whitehead decía que toda la filosofía occidental no era más que una nota a pie de página a los diálogos platónicos. Y por ahí podemos comenzar. Eso no significa que debamos aceptar a pie juntillas todo lo que dice el divino Platón, o por lo menos, no todavía; lo más valioso en él es lo que lo diferencia de los ideólogos modernos: no imparte eslóganes, palabrejas o modelos supuestamente infalibles de interpretación y manipulación de la realidad, sino nos contagia de una actitud de cuestionamiento de los saberes aparentes y de profundización en las verdaderas preguntas importantes, que son las que apuntan, como no podría ser de otra manera, a lo espiritual.

Sin embargo, como mucha agua ha pasado bajo el puente y nuestra educación básica ha sido destruida por tantos experimentos radicales, quizás debamos realizar algunas lecturas propedéuticas. Podría ser una introducción sencilla y sapiencial a la filosofía, como la Historia sencilla de la filosofía, de Rafael Gambra, y una historia de los griegos, si hay premura los tomos respectivos de Grinberg-Svenström, y si hay un poco más de tiempo, la de Hermann Bengtson.

De todas maneras, embarcarse en esta segunda navegación, este camino personal y sapiencial de contemplación de las verdades trascendentes, vale mucho la pena. Mucho más, por lo menos, que secarse los sesos contemplando un smartphone por horas o vivir pendiente de los vaivenes efímeros de la política callejonera de cierta república sudamericana en el bárbaro y degenerado siglo XXI.

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