Los Puentes de Madison
Por: Getty Paco

Una chica guapa se me metió en la vida por la puerta de atrás: descalza, sigilosa, con una película de Clint Eastwood en la mano, un té bien caliente en la otra y un acento diferente al mío. Atravesó mis días con una hora adelantada, palabras nuevas, una risa estruendosa y el cabello largo. Desde su lado de la cama, me dijo que no me acomode encima de la frazada, que hace frío, que adentro es mejor. Y eso fue todo. Hay lecciones que llegan fuera de tiempo, sin respetar el toque de queda, la edad o todo lo que siempre creíste a tus cuarenta y dos. Lecciones simples como esas cartas astrales bocarriba sobre la mesa, que miras y adivinas el futuro sin que ningún brujo te explique que te enamoraste como si fueras una adolescente.

A mí me pasó. Ella abrió las puertas, una por una, interrumpió la normal circulación sanguínea de mis amores pasados, me removió el armario de un manotazo y colocó todos sus recuerdos en él: la infancia bien doblada, sus temores en bolsas transparentes, la sinceridad en perchas ordenadas y, abajo, el único par de zapatos cafés que le conocí. Después me tomó de la mano en la calle, me situé junto a ella en los selfies y mientras temblaba de emoción, me contó que cuando hizo el servicio militar de su país aprendió a armar y desarmar un revolver con los ojos vendados.

La he visto dormir sobre mi hombro, por horas. Contemplé su respiración tranquila y pausada, sus pestañas silenciosas, su olor a chicle de menta y cigarro, su carcajada verde, sus osos panda, su dolor de espalda, sus motos, sus tatuajes, sus manos frías y hasta la eriza que la acompañó en una parcela de su vida.

Estuvo cuatro días en mi ciudad, como aquel fotógrafo de «Los puentes de Madison», Robert Kincaid, que llega a desordenar la vida de Francesca, la protagonista, y después se va. Yo sentí que ella hizo lo mismo conmigo, pero no se lo dije. Ahora que no está, me llueve adentro, con relámpagos, con ríos que desbordan, con frío y con este viento que me dobla hasta volverme un ovillo en la cama. No hemos leído los mismos libros y sé que en algunos temas no logramos conectar el punto medio, pero mis palabras la mantienen conmigo.

Qué puedo hacer, una chica guapa se me quedó adentro. Es mi versión del Caballo de Troya o mi puente Roseman. Sí, ya sé, estoy contando algo que no debería. Pero cómo hago para callar las palabras, meterlas todas en una caja de zapatos y escribir con marcador en la tapa. Cómo, díganme. Encima, con este frío en el sur de Perú y el norte de Chile, es complicado.

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