El poder es una droga dura
Por: Juan Carlos Rodríguez Farfán

Siempre me he preguntado por qué personas que no poseyendo un relieve espiritual o profesional extraordinario postulan una y otra vez para ser alcaldes o gobernadores… Para dedicarse a dirigir los destinos de una localidad o de un país hay que tener en principio ciertas cualidades: liderazgo, carisma, competencia y por supuesto un proyecto. Pero ocurre que ninguna de estas cualidades constituye el zócalo de su persistencia. ¿Qué hay detrás de semejante empecinamiento? A primera vista podría ser el afán de enriquecerse personal y económicamente con el puesto. Para confortar esta hipótesis los ejemplos no faltan en el plano regional como tampoco en el nacional. Es lastimosamente cosa corriente. Pero creo que no es suficiente como explicación. A mi modo de ver lo que impele al individuo a lanzarse al vacío es la droga del poder. El poder te confiere una aureola cuasi divina. Una vez elegido eres el centro de todas las miradas. Eres la persona a la que se le pregunta, a la que se le ruega, a la que se le espera durante horas. De tu estatus de simple mortal transmigras al de habitante del olimpo, y, no se trata aquí solamente, de una pirueta mental del gobernante, de una exacerbada mitomanía. Ante los ojos del común de los humanos, de tus electores, eres otro lote, estás en otra esfera, eres el elegido. Po otro lado el poder es el mejor afrodisiaco. Te vuelves sexy de la noche a la mañana. Como tocado por una varita mágica el sapo se convierte en príncipe. ¿O se va a discutir ahora cómo un caballero sin mayor charme como Martín Vizcarra, se haya convertido en un sex-symbol por obra de una canita al aire convertida en canción de moda? El poder te vuelve hermoso, apetecible, deseable, te convierte en una bestia sexual que quiere arrasar con todo. Es esta la razón por la que algunos se desviven para subir en el trono. Es esta la adrenalina que se busca durante años, a veces toda una vida. El candidato no piensa en términos de servicio a la comunidad, de ideas innovadoras a ejecutar o de proyectos a largo plazo. Lo que cuenta es el yo enarbolado como estandarte, credo y religión. El ego en su versión más elemental, trivial y estéril. Pero entendámonos bien, el egotismo enfermizo del gobernante es una construcción a dos voces. Una por supuesto es la psiquis desarreglada del candidato y la segunda la del votante expresado en una urna. La primera no funciona sin la segunda. No pretendemos desacreditar definitivamente a la democracia. La tentación es grande pero no sucumbiremos. Todavía existen personas que al subir a un puesto de gobierno elegido o designado, pueden resistir a la tentación de la soberbia generada por el poder. Son pocas, muy pocas, pero son. La tarea del ciudadano es estar alerta y descubrir a la perla rara. Y por lo del resto, resignación cristiana nomás. A no ser que nos decidamos a cambiar el curso del río. Si es así hay que ponerse a trabajar ya. Que el poder es una droga dura es una evidencia. Quien dice droga dice adicción, quien dice adicción dice abolición de límites. Los políticos, si no saben, por obra de convicciones y valores acendrados, controlar la mórbida exaltación, se seguirán creyendo dioses cuando sólo son ídolos de barro, se creerán eternos cuando son descartables, se creerán imprescindibles cuando están cavando ellos mismos el silo de la nulidad. Que los sapos se vuelvan príncipes, en verdad no me importa mucho. Que las obesas se vuelvan top modelo tampoco. Lo que si me incomoda es que se les otorgue tanta importancia, tantas responsabilidades. Estas candidatas y candidatos a la soberbia, harían mejor en cultivar un poco más su intelecto, su alma o si prefieren su flora intestinal, intentando ser un poquito mejores, para ellos mismos como para la sociedad. En lugar de resolver sus traumas a través de las cédulas de votación, quizás harían mejor en dibujar mandalas, romper su espejo y/ o consultar con urgencia un psiquiatra.

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