Un relato sobre el paso del tiempo

AHORA TODO ES DISTINTO

—Sométete —te dice mientras llena su vaso con cerveza helada.

Por: Orlando Mazeyra Guillén

            Por un instante sientes que eres Pedro Castillo escuchando a la camarilla de Perú Libre: tantos escándalos y desmadres en este disparatado país. “¡Qué desastre!”, piensas aturdido mientras buscas con la mirada a Carmen, la jovencita que atiende en el restorán, para pedirle un par más de cervezas.

            —Sométete —repitió Guillermo antes de darle con el puño derecho un golpe a un ser imaginario—: así le dice ese tapir asqueroso…

            —¿Tapir? —le preguntaste.

            —Sí, su mariachi es igualito a Cerrón.

            Guillermo te explica que Ana, la secretaria veinteañera de su tienda de bitcoins, lo tiene loco. “A los cuarenta me vengo a templar por primera vez”, te confiesa con el corazón abierto.

            —¿Y para qué te fijas en una chibola que tiene mariachi?

            —Todos la miran en la oficina, todos la desean igual o más que yo. Y es coqueta hasta cuando respira la desgraciada: a veces me quedo idiota y no sé si es algo espontáneo o le gusta jugar con fuego… Pero cuando se aparece ese déspota, ella se vuelve su esclava.

            —¿Y para qué va a la chamba el tapir?

            —La recoge, pues. A las cinco y media en punto se aparece con su casco atorrante en la mano. Cuando ella le dice que le falta terminar algunas cosas, ese huevas tristes la mira feo, la castiga con los ojos horribles que tiene. Yo he visto cómo se sube a la moto y le ordena sin roche: “ahora sométete”. Parece que lo disfrutara…

           —Es su tirano.

           —Tan linda y tan inteligente que es… pero también masoquista, los seres humanos no tenemos remedio. El mes pasado le regalé unos chocolates de La Ibérica y el tapir le hizo un chongazo. Yo no le tengo miedo. Es más, le tengo unas ganas tremendas al zonzo ese. Con una mano…

            —¿Te piensas mechar por la flaca? —lo interrumpes.

            —Hablo por hablar —te aclara—. Apenas salgo de la oficina, me voy corriendo al gimnasio. Bailo dos horas al hilo. Si me vieras, ya lo hago mejor que el profesor. Tantas hembrichis fuertotas que me dan bola pero yo sigo pensando en la Anita: quiero tener una flaca firme, una mujer de su casa que quiera ser mamá… ya no me importa tirar por tirar… para eso están las kinesiólogas venecas. Ahora, sin amor, es por gusto.

            —Por lo visto la tal Anita te tiene agarrado de las bolas.

            —Al que lo tienen de las bolas es al profe Castillo —te dice profundamente decepcionado—, ¿viste a su nuevo gabinete?

            —Sí —asientes de mala gana—, pero…

            —Pero no me vas a decir que estás de acuerdo porque te hago pagar toda la cuenta.

            Luego, aparece Carmen para apagar el incendio y les advierte que sólo quedan seis Pilsen. Seis Pilsen y todo un país a la deriva: la purita verdad.

            —Nos has visto la cara de borrachos —le dices como jugando.

            —Tú eres jarra —te tutea juguetona y entradora—, se nota.

            —¿Y mi amigo?

            Ella lo mira y dice: “no sé”. Le pides dos más mirándola con un creciente deseo. Cuando se va moviendo las caderas le dices a Guillermo que Carmen quería acción. “Está más fácil que la tabla del cero”, le comentas haciéndote el canchero.

            —No quiero saber nada de eso —te dice convencido—. Sólo tengo cabeza para la Anita.

            Carmen aparece con las cervezas heladas. Le pides su teléfono. Te lo da de inmediato y te dice que le timbres para guardar el tuyo. “Mejor te timbro cuando me vaya”, le dices escudriñándola.

            —Tímbrame a las seis de la tarde, a esa hora termina mi turno.

            —¿Y luego qué podemos hacer? —le preguntas.

            —Algo se te va a ocurrir.

            Guillermo sigue hablando de Ana. Ya aburre. Por culpa de la susodicha ha tenido que poner cámaras en todos lados. ¡Es un animal en estado puro! Hace zoom y puede ver hasta con quién conversa por el celular.

            —Estás violando su privacidad, imbécil.

            —Sólo soy un tipo enamorado —se excusa mostrándote cómo la podía monitorear en ese mismo instante con la ayuda de su moderno celular.

            —Tú eres tan enfermo que eres capaz de haber puesto cámaras en el baño, ¿o no?

            —No te voy a responder eso.

            —Ya respondiste, gil.

            —Provecho con la Carmen…

            —Si quieres te la dejo —le dijiste, cínico a más no poder.

            —No me gustan las que se ponen jeans apretados…

            A las seis y cuarto, luego de despachar a Guillermo, llamas a Carmen. Se encuentran a una cuadra del restorán. La tomas por la cintura y, luego de bajarle el tapabocas, le das un pico.

Ella elige un chifa. Comen despacio. Después ella elige también el hotel. Tú te echas en la cama y enciendes el televisor mientras ella se va quitando la ropa: “No creas que soy así”, te aclara, “simplemente tengo ganas de hacerlo”.

            —Eres muy fácil —le dices con absoluto desprecio.

            —Tú también.

           Lo hacen a oscuras. Es un fiasco. Guillermo tenía razón: “Ahora, sin amor, es por las huevas”. Luego de hacerlo ella te pide un cigarrillo. “No fumo desde el inicio de la pandemia”, le dices mientras buscas algo para ver con el control remoto. Un periodista al que detestas dice que Melgar desaprovechó mucha oportunidades y sabes que, esta vez, tiene razón. En Porto Alegre los brasileños los iban a someter.

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