LA NOVELA HISTÓRICA COMO UNA CRÓNICA DEL FRACASO
Por: Mario Suárez Simich

La producción narrativa de Miguel Ángel Rodríguez Sosa, en lo referente a la ficción histórica, nos permite ya trazar y analizar ciertas tendencias con las que ha ido (re)construyendo, explicándose, explicándonos momentos que considera cruciales en la historia de nuestro país. La publicación de esta nueva novela, “El país que no fue”, confirma estas tendencias y nos permite tener una mejor perspectiva crítica de lo que el autor busca en este camaleónico género.

Sin que la crítica “oficial” haya reparado en ello, la publicación de lo que en términos generales llamamos novela histórica es abrumadora en el Perú e inversamente proporcional a los estudios realizados sobre ella. El vasto ámbito sobre el que se extiende, su naturaleza permeable a todo tipo de reformulaciones y el perfecto maridaje que permite con otros géneros, hacen de este tipo de novela el vehículo ideal para tratar de explicarnos el presente apelando a una “reinterpretación ficcional” del pasado, buscando en esa reinterpretación las respuestas que no hemos encontrado en la llamada “historia oficial”

En “El arriero de Tarapacá”, (Barba Negra, Lima, 2021), el desarrollo de los acontecimientos históricos coincide con el desplazamiento del personaje por su oficio, pero éste resulta ser un simple testigo y víctima a la vez de la tragedia que se va gestando a partir de 1879; se podría decir también que indiferente, y tibio cuando toma partido por un Perú que como nación le significa muy poco. Perdida la guerra y a causa de la usurpación de parte de nuestro territorio, se ve obligado a buscar un nuevo lugar donde vivir; el lugar escogido es Arequipa, pero jamás, Manuel, el personaje principal, llega a sentirse “peruano”, se reconoce a sí mismo y con el paso del tiempo como “arequipeño”. Es el vendaval de la historia el que arrastra a los personajes y ellos quienes intentan sobrevivir en el sentido más elemental. La falta de un sentimiento de pertenencia, la incapacidad de comprender la magnitud de la derrota, la necesidad de un arraigo tardío, son símbolos del fracaso de su experiencia en un territorio que jamás se constituyó en una nación. Es esa historia, desatada con furia, la que azotará a los personajes de esta novela de Rodríguez Sosa que, además, está contextualizada por el narrador con las “versiones de parte” de ambos contendientes durante la guerra y después de ella para servir de contrapunto con el conocimiento tradicional de los hechos.

Así, sin héroes ni antihéroes que se opongan a los sucesos desencadenados como a un destino no deseado, sin que el texto proponga al interior del mismo una solución, propuesta o esboce alguna respuesta, pues estas últimas debe encontrarlas el lector, Rodríguez Sosa ambienta su siguiente novela, Tiempos del Palais Concert, (Barba Negra, Lima, 2021), en la segunda década del siglo pasado, la llamada Belle Époque peruana. Los años y la época escogidos para ambientar la novela sirven también para marcar un referente con el pasado y ese pasado vuelve a ser el conflicto con Chile. A través de un manuscrito, “El cuaderno azul”, que llega a manos de Mercedes, el personaje principal, y ha sido escrito por su padre, quien por no ser “peruano” intenta ofrecer un relato neutral de la guerra de 1879. Desde ese momento se inicia otro contrapunto esta vez entre pasado y presente al interior de la novela, y al igual que en “El arriero de Tarapacá” el desarrollo de los acontecimientos a ambos extremos de la historia desborda a los personajes quienes solo pueden aspirar a ser testigos o apenas partícipes de los sucesos. El “descubrimiento” del pasado que revela “El cuaderno azul”, del que se sirve el autor para cuestionar y/o desenmascarar “la historia oficial”, no le sirve a Mercedes para reformular su visión de la guerra, más bien se convierte en un fantasma que acecha su presente y de su lectura solo aflora un sentimiento de filiación por el padre “extranjero” tanto tiempo ausente. En el presente de la novela, el encuentro entre el dirigente sindical y la “progresista” Mercedes que potencialmente es el acercamiento de ideas afines y que podrían generar estrategias conjuntas para desarrollar acciones concretas a favor del progreso social del país, se ve truncada por el incipiente “enamoramiento” de ambos personajes, rechazado por la moral de la protagonista, hecho que se convierte en una metáfora de la incompatibilidad entre las clases que representan.

Este desencuentro es el fracaso de las voluntades que podían oponerse a los hechos que se desencadenarán después y que será reconvenido, en palabras de un personaje al final de la novela:

“…el juego exclusivo de los factores económicos no puede labrar el progreso y la felicidad de un pueblo cuando no son controlados por fuerzas éticas… La sensación de bienestar lleva a la población al optimismo más grande, pero creo que estamos viviendo una saturnal financiera. El gobierno cede ante la voracidad de los capitales extranjeros.” (pág. 316).

La crítica a estos hechos, formulados por este personaje, puede ser extrapolada a la perfección con la que se hace sobre el desarrollo económico del Perú de las últimas décadas. Y es esa extrapolación, construida e inserta en la ficción, uno de los objetivos de la novela histórica contemporánea, pues obliga al lector que repara en ella a tomar conciencia primero y posición después de algo que en el texto parece de primera impresión una “coincidencia” con la actualidad. La magia con la que el pasado ficcionado nos traslade y enfrente al presente es uno de los aciertos de Rodríguez Sosa.

Sin dejar de utilizar los recursos narrativos esbozados líneas arriba, en “El país que no fue” (Barba Negra, Lima, 2022), el autor nos traslada ahora a la época de la Confederación Perú-Boliviana (1836-1839), tiempos de anarquía posterior al abandono del poder de Simón Bolívar y el momento que puede considerarse como el prolegómeno de lo que será la Guerra del Salitre; hecho histórico este último que va a ser una coordenada constante en el universo narrativo de Rodríguez Sosa. Pero a diferencia de sus anteriores novelas, esta vez el personaje principal, Mariano Rivera, no va a vivir al vaivén de los hechos desencadenados sino más bien (y también) va a ser un “inocente” aprendiz y actor de los hilos que se tejen en el mar de fondo de la política para desencadenar tales hechos. Afincado en Lima como copista de un tío parlamentario, Mariano, a la manera del Emilio de Jean-Jacques Rousseau es contactado por diferentes personajes con diversos intereses en la Confederación y a lo largo de sus discusiones socráticas con ellos es instruido en todas las ideas en boga de esos tiempos; el mismo, y sin saberlo, colabora en el mundo del espionaje. Todo lo aprendido por este Emilio, no le va a servir más que para tener una cabal conciencia del desastre que significará la Confederación.

“El País que no fue” es una novela sobre la historia de las ideas más que sobre la historia de los hechos y ese es el principal acierto de este libro. Donde la extrapolación entre pasado ficcionado y presente es constante y abrumadora, donde el lector tiene más a mano el poder encontrar repuestas a tantas preguntas formuladas a lo largo del tiempo y es por ello, perturbador. Como Mariano, luego de un debate socrático, podemos llegar a conclusiones como:

“…debo entender que la urdimbre de las contiendas entre caudillos por el gobierno yace en una división de naturaleza económica entre el norte y Lima enfrentados con el sur del país.” (pág. 137).

Pero la magia de Rodríguez Sosa no solo está en volvernos al presente con un criterio cuestionador; nos entrega también una novela moderna, escrita con la sutileza y maestría del siglo XIX, a la que podemos volver una y otra vez por el mero placer de su lectura.

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