Ahí está la metáfora
Por: Carlos Yushimito

Ahora que está de moda hablar de Inglaterra, les recomendaré a un autor inglés maravilloso: Owen Barfield. Es el menos conocido de los llamados Inklings, el grupo que formaron J. R. R.Tolkien, C.S.Lewis y Charles Williams en la Universidad de Oxford a comienzos del siglo XX. Su gran obra se titula “Poetic Diction” y es una de las más fascinantes elegías que se han dedicado jamás a la metáfora.

Ustedes quizá recordarán a Leopoldo Lugones quien decía que todas las palabras son metáforas muertas. Barfield es quien mejor desarrolla esta idea, sosteniendo que cuanto más antiguo el lenguaje humano tanto más figurativo se manifiesta este. Esto contradice evidentemente un principio económico y utilitarista del lenguaje que lo entiende como apenas un medio eficiente, siempre simplificado de la comunicación. ¿No es la metáfora una prueba viva de que lo expresado con complejidad y desgaste de energía, en oposición a lo “simple”, constituye una parte esencial del ser humano? ¿Por qué decir, por ejemplo, “Isabel murió” resulta tan pobremente estimulante comparado con “Isabel se marchó de la vida”?

El mundo exclusivamente materialista que tanto repudió Barfield nos sepulta hoy en la corrección de lo liviano y lo utilitario, empobreciendo así el lenguaje con su urgencia comunicativa.

Pero ahí está la metáfora para recordarnos que procedemos de un tipo de pensamiento que imbrica lo material y lo inmaterial y que, a través de su operación analógica, nos permite elevarnos a la altura sublime de criaturas conscientes. Es el lenguaje figurativo el que nos provee de consciencia y es el lenguaje ramplón de quien lo literariza, aplana y objetiva el que nos convierte, en cambio, en animales primitivos.

Recordarán el encantamiento que provocaba en Borges leer esas metáforas de metáforas que fueron los kennings. El esfuerzo de leer bajo tantas capas de significados resulta hoy para muchos una pérdida de tiempo. Por lástima, la literatura actual se ha hecho mayoritariamente transparente, sencilla, “fácil de leer”; y nuestro lenguaje —como seguramente diría Lugones— un cementerio.

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