Vaco, luego existo
Por: Christian Capuñay Reátegui
En noviembre del 2020, el entonces presidente Martín Vizcarra fue vacado por una mayoría del Congreso que lo halló moralmente incapaz para continuar en el cargo. La decisión se sustentó en los testimonios de aspirantes a colaboradores eficaces quienes le dijeron a la Fiscalía que él había cometido actos de corrupción durante su desempeño como autoridad regional en Moquegua, años antes de asumir la primera magistratura
En otras palabras, la versión no corroborada de los aspirantes a colaboradores eficaces fue suficiente para que los congresistas decidieran retirar del cargo a un presidente de la República que, si bien no llegó al poder a través de elecciones, ocupaba el cargo en estricto cumplimiento de la Constitución.
Casi dos años después de esos hechos, no se conoce en qué terminó la colaboración eficaz que sustentó la vacancia. No hay acusación fiscal, mucho menos inicio de proceso judicial contra el controvertido exmandatario. En estricto sentido, el Congreso tomó una decisión política sobre la base de una declaración cuya veracidad no está comprobada.
Nada más alejado de mis intenciones el defender a Vizcarra. Por el contrario, el interés al traer a colación las circunstancias en que se produjo su salida del poder es recordar la forma perversa como se usa la vacancia por permanente incapacidad moral, aprovechando que sus causales no están determinadas con claridad en la Constitución.
Debe tenerse presente este antecedente nefasto ahora que sectores del Congreso insisten en plantear la vacancia contra el presidente Pedro Castillo. Y cómo no advertir de esa posibilidad si ya se prepara una tercera moción que propone la vacancia de Castillo y si el propio titular del Congreso, José Williams, declaró estar a favor de recurrir a tal mecanismo pese a haberse reunido horas antes con el mismo Jefe del Estado, supuestamente con el ánimo de sacar al país de las aguas torrentosas por las que navega desde hace tiempo.
Es inconcebible en todo sistema democrático que el gobierno esté sujeto a la capacidad de un sector de reunir un número de votos. La estabilidad de la presidencia y la del país no puede depender de la animadversión de políticos cuya probidad suele estar en tela de juicio y cuyo aporte máximo al debate nacional es proponer echar al gobernante de turno siempre y cuando no pertenezca a su grupo.
Si se quiere mantener mecanismos para apartar del cargo a un presidente que traicione su juramento de actuar en el marco de la ley y la Constitución, debe determinarse de forma categórica cuáles son las causales en que tendría que haber incurrido.
Actuar aprovechándose de ese vacío constitucional y legal solo reeditará circunstancias nada favorables para el Perú y abonará todavía más la inestabilidad que padecemos desde hace años debido a la incapacidad manifiesta y clamorosa de los actores políticos por actuar alguna vez con la responsabilidad que el país exige.