Valoremos nuestras raíces andinas e hispanas
Por: Darío Enríquez – El Montonero
Como sucede cada 12 de octubre en los últimos años, se encuentran por doquier diversas manifestaciones de ese falso conflicto entre lo andino y lo hispano, entre “buenos y malos”. En un extremo tenemos la indiferencia del peninsular que no se siente afectado porque sus ancestros nunca pisaron tierra americana. En el otro extremo, la falsa indignación del mestizo hispanoamericano, cultivada en el resentimiento y la irracionalidad.
En buena hora encontramos que cada vez gana más adeptos la visión serena y objetiva de reconocer que somos fruto de encuentros y desencuentros entre diversas raigambres culturales que, literalmente, traen aportes de todas las sangres, a lo largo de varios siglos de historia compartida. Incluso debemos tener en cuenta que, hasta cierto punto, los europeos llegados a América a fines del siglo XV no encontraron etnias “puras” (lo que quiera que eso signifique), sino que ya había cierto nivel de mestizaje entre las culturas locales.
En la medida que neguemos la realidad de nuestro mestizaje hispano-andino –tanto cultural como genético– con aportes posteriores de otros europeos (sobre todo, mediterráneos), árabes, judíos, asiáticos y africanos, será imposible consolidar una auténtica identidad. Ese relato fundacional, que debe acompañar la emergencia de nuestra cultura y nuestra nación mestiza, nunca se ha consolidado. Sin duda, lo requerimos con urgencia. Cunde por doquier una enorme confusión y un creciente conflicto artificial, alimentado por quienes hacen de la violencia, la imposición y el sometimiento del otro una causa tanto innoble como autodestructiva.
En la historia de la humanidad, las conquistas siempre han sido violentas. La llegada de los europeos a América no fue la excepción. Se cometieron tropelías y atrocidades desde nuestra visión del siglo XXI, e incluso para quienes en ese momento también denunciaron tales abusos. Sería absurdo negarlo. De hecho había una institucionalidad que llegó a juzgar y condenar al mismísimo Cristóbal Colón por tales conductas reprimidas por la ley.
Pero también es una verdad histórica que los españoles tuvieron como aliados a las culturas autóctonas que sufrían la dominación tiránica de los Incas. No se explica de otro modo que Pizarro y sus 141 soldados sometieran a todo un imperio que solo en Cajamarca contaba con un ejército de 30,000 efectivos. La América andina de entonces estaba lejos de ser el idílico paraíso que algunos desinformados pretenden: el trabajo de la tierra era durísimo, con campesinos reducidos a un régimen que consideraríamos esclavista, pero era el estándar de su espacio-tiempo. No conocían el hierro, tampoco tenían animales de labranza, tiro o carga. Sus instrumentos eran de débil madera rústica o frágil cobre. Los rituales religiosos con sacrificios humanos y graves torturas eran frecuentes, mientras Europa ya había superado esa etapa de su historia unos mil años atrás.
Según refieren expertos en la materia, los incas fueron una etnia endogámica que ejercía dominación sobre un vasto territorio, aunque no había pasado ni un siglo de su máxima extensión, cuando llegaron los españoles. No tuvieron tiempo suficiente para la consolidación imperial. Esa etnia inca se permitió un mínimo mestizaje con las otras etnias a las que sometía. Por su carácter endogámico, desaparecieron a fines del siglo XVI y no dejaron descendencia significativa. En el mestizaje andino sí podemos encontrar una clase noble guerrera, aunque no genética.
El relato del “genocidio” debe ser desterrado definitivamente por ser falso y autodestructivo: fueron parte de nuestros ancestros quienes habrían exterminado a la otra parte de quienes también fueron nuestros ancestros. La historia debe asimilarse sin complejos ni colectivizaciones falaces. Ya no hay debate al respecto. Las evidencias muestran que los gérmenes europeos, desconocidos en América, fueron responsables de una inmensa cantidad de muertes en los primeros años, mientras las bajas de guerra se dieron de uno y otro lado, siendo que en ambos bandos se encontraban autóctonos luchando unos por el Cusco y otros por Castilla (España). De hecho, durante el Virreinato los nobles autóctonos que se hicieron súbditos del rey de España lograron mantener privilegios, mientras las clases populares seguían sometidas a una estratificación social vertical, aunque menos opresiva que la que tenían en el Tahuantinsuyo.
No hay otra experiencia en el mundo de una conquista que luego haya derivado en un proceso de mestizaje generalizado como el de nuestra América hispana. Fue un mandato explícito de la reina Isabel La Católica que se privilegie la mezcla de culturas y sangres. De hecho, la doble milenaria ocupación y poblamiento de la península ibérica fue también un vasto proceso de mestizaje. No sorprende entonces que la emergencia de una cultura mestiza haya sido prácticamente natural, más allá del mandato explícito de la monarca.
José Gabriel Condorcanqui como descendiente de nobles guerreros cusqueños, tenía el privilegio de ser propietario y contar tanto con trabajadores como siervos y esclavos a su servicio. Un multimillonario de su época. Iba a ser investido con el título de “marqués de Tungasuca” por su lealtad al Rey de España. El primer gran emprendedor andino de nuestra historia. Además era un hombre muy bien instruido, hablaba varios idiomas y dominaba el latín ¿Cómo accedió a tal educación si la leyenda cuenta que todos los “indios” eran sometidos y no tenían ninguna oportunidad de movilidad social? La respuesta cae de madura.
Condorcanqui tuvo que enfrentar la enemistad y los ataques de los burócratas virreinales, quienes definieron impuestos lesivos y confiscatorios contra la riqueza que él generaba. Esas desavenencias se convirtieron en el conflicto que desencadenó una guerra en defensa del derecho a producir y en contra de la burocracia salvaje. Como Túpac Amaru II, su causa derivó en una suerte de “separatismo” que aún se estudia, tal vez el intento de instaurar una monarquía local. Es un tema pendiente.
La dictadura militar de Velasco, en los años setenta, pretendió convertir a Túpac Amaru II en un símbolo de su “revolución” social-nacionalista y falsificó totalmente su biografía. Condorcanqui representa el primer grito liberal contra un estado abusivo, confiscatorio y represor. Su causa sigue siendo un imperativo en pleno siglo XXI: luchar contra un estado que actúa como ejército de ocupación, cobrando impuestos (en verdad, cupos de guerra) sin brindar servicios de calidad como contraprestación eficaz a esos impuestos.