EL SEÑOR Y LOS MILAGROS
Por: Javier Del Río Alba – Arzobispo de Arequipa
Concluimos el mes de octubre, el mes morado. Después de dos años en que las celebraciones en torno al Señor de los Milagros estuvieron restringidas por la pandemia, millones de peruanos han vuelto a participar en las tradicionales celebraciones litúrgicas y procesiones. No solamente en Lima, Arequipa y otras ciudades grandes del Perú, sino también en los más variados y pequeños pueblos de nuestra costa, sierra y selva, e incluso en numerosas ciudades de otros países y continentes, los fieles han ido a los templos y se han volcado a las calles para manifestar su devoción al Cristo de Pachacamilla. La mayoría lo ha hecho para expresarle su agradecimiento por los favores recibidos, pero un número no menos considerable lo ha hecho para pedirle alguna gracia. En todos los casos, han acudido a la venerada imagen movidos por la fe o por cierta creencia de que Dios puede hacer milagros, al menos el de consolarlos en sus aflicciones y hacerles la vida más llevadera. En síntesis, movidos por algo en su interior que les testifica que Dios no es ajeno ni se mantiene indiferente ante lo que nos sucede en este mundo.
Como nos enseña la Iglesia, los milagros son signos que Dios da para acreditar su existencia, cercanía y amor a los hombres. El Señor escucha el clamor de su pueblo, las oraciones de los fieles; conoce los sufrimientos, deseos y esperanzas que hay en el corazón de cada uno y actúa respondiendo a ellos. Pero, nos enseña también la Iglesia, los milagros no tienen sólo por finalidad aliviar en algo el sufrimiento humano, sino también, y esta es su finalidad última, que ante la evidencia de la existencia y el amor de Dios, brote la conversión en el corazón de los hombres, es decir el deseo profundo de amar a Dios sobre todas las cosas y, por tanto, ajustar su vida a la voluntad divina para, de esta manera, alcanzar la salvación. De hecho, los evangelios nos relatan que, en diversas ocasiones, después de curar a una persona que se lo pidió, Jesús le dice “tu fe te ha salvado”.
Santo Tomás de Aquino define la devoción cristiana como «la prontitud de la voluntad para entregarse a las cosas que miran al servicio divino» (ST II-II, q.82.a.1). Resulta pertinente, por tanto, que al terminar el mes morado cada devoto del Señor de los Milagros se pregunte cómo va su relación con Dios. Hemos participado en diversos actos de culto en honor al Cristo moreno, algunos han llevado el hábito morado o algún distintivo durante todo el mes, muchos le han pedido que les conceda ciertas gracias, favores o milagros que les ayuden a superar alguna dificultad o enfermedad. Hemos dado signos externos, podríamos llamarlos signos rituales, de nuestra devoción, pero…¿toda esa devoción ha cambiado en algo nuestro corazón o sigue igual que antes de empezar el mes? Nos hemos conmovido contemplando la imagen de Jesús crucificado por amor a nosotros…pero ¿ha sido sólo una emoción del momento o la experiencia de su amor misericordioso ha hecho que brote en nosotros el firme deseo de amarle sobre todas las cosas y amar al prójimo como Él nos ama? Si aún no tenemos ese amor, ese deseo de santidad, podemos todavía pedírselo al Señor porque, aunque termine el mes morado, Él sigue haciendo milagros todo el año.