La casa de Vargas llosa
Por: Álvaro Jugo – Director de La Repisa de libros.

Estuve en Arequipa cubriendo varias de las actividades del Hay Festival. El evento congrego a escritores, editores, libreros y gestores culturales de todo el mundo. Durante los tres días que duró el evento, la Ciudad Blanca se convirtió en un foco nutrido de ideas, intercambio y diversidad. No resulta raro entonces ver enormes grupos de jóvenes y adultos haciendo colas inmensas afuera de los diferentes teatros, centro culturales y bibliotecas que sirvieron como escenario para desarrollar conversatorios, debates, mesas de diálogo y presentaciones de libros. Pese a la recargada agenda que me esperaba, decidí escaparme durante algunas horas para hacer realidad un sueño que tengo pendiente: conocer la casa en donde nació Mario Vargas Llosa. La misma que desde el año 2014, gracias a numerosas gestiones de parte de instituciones y amigos del Nobel, está convertida en un moderno museo interactivo que recorre, paso a paso, a través de sus diecisiete salas, las peripecias de la agitada vida de nuestro más célebre escritor.

La casa del Boulevard Parra ahora llamada avenida Vargas llosa me recibió con su fachada color hueso, sus dos plantas y un pórtico sujetado por un par de columnas blancas. Sus muros, al igual que sus ventanas de madera y sus estrechos balcones, vivieron la Arequipa de los albores de los años treinta, una ciudad de tranvía, sombreros y recuas, que poco tiene que ver con la agitada ciudad que me ha recibido hace unos días. Luego de pagar los veinte soles de entrada y de conversar brevemente con la señora que administra y custodia el lugar, se me asignó una guía que me acompaño durante el recorrido.

La guía me abrió la puerta y se presenta una habitación de pisos crujientes en la que la luz languidece y algunos recortes de periódicos están correctamente enmarcados. Un escritorio de madera, libros con lomos de cuero, una pluma y un tintero sobresalen de la oscuridad. La voz castiza de su dueño de pronto brota de entre las paredes, que ahora se tiñen de color violáceo, y un enorme holograma apareció frente a mí: Mario Vargas Llosa, vestido de chaqueta y pantalón, me invita al recorrido de la que fue allá por 1936 la casa donde nació, y que hoy, convertida en museo, recibe a cientos de visitantes provenientes de todos los rincones del Perú y el mundo.

Las fotografías de la familia Llosa son ahora proyectadas sobre uno de los camastros en el que Dora Llosa, con ayuda de una comadrona inglesa llamada Miss Pitcher, dio a luz a su pequeño hijo Mario. Debió ser un parto doloroso y eterno. Al menos así nos lo hacen saber las voces y sonidos que reviven aquel instante mientras estoy sentado en uno de los banquillos de madera contemplando con quietud el ropero y las viejas cortinas bordadas. El niño Mario no viviría sino apenas un año en aquella casa, pues, como es sabido, la familia se trasladaría repentinamente a Cochabamba, Bolivia, lugar donde don Pedro Llosa, abuelo materno del pequeño, conseguiría un importante puesto en una empresa algodonera. Y sería en Cochabamba, en las articuladas clases del hermano Justiniano, donde Mario aprendería a leer. «Es lo más importante que me ha sucedido en la vida…», en una habitación oscura que se va salpicando de luces rojas y azules, la voz del escritor reproduce un fragmento de su discurso al obtener el Premio Nobel de Literatura.

Cuando reacciono, la guía del museo me estaba trasladando a la habitación contigua, en donde me recibe el famoso retrato desteñido de don Ernesto Vargas, el mismo al que el pequeño Mario solía rezar y besar todas las noches antes de dormir, pues, como se lo había hecho creer su familia materna en una piadosa mentira, aquel caballero de mirada rígida y traje de marino, su padre, estaba en el cielo y lo cuidaba desde allí. El niño de once años que ahora aparece recostado sobre el pecho de Dora Llosa en una de las proyecciones de la pared vive en Piura y tiene una mirada de asombro. No lo sabe, pero está a punto de enterarse de algo que cambiará su vida para siempre: descubrir que su padre, aquel señor de la fotografía, no estaba muerto y que esa misma tarde, en una cita pactada a escondidas por su madre, lo conocería y se iría a vivir con él. «Desde entonces, todo cambió. Perdí la inocencia y descubrí la soledad, la autoridad, la vida adulta y el miedo…», de nuevo, la voz del escritor se esparce por la habitación y la guía me explica los detalles y pormenores de aquel intempestivo encuentro en el ardiente malecón Eguiguren en el que un niño de once años conoce a un tipo violento, abusivo y represor: su padre. Ahora, la locución de fondo me cuenta que Don Ernesto Vargas y Dora Llosa están viajando hacia Lima. El pequeño Mario va sentado en el asiento trasero del auto, mientras contempla por la ventana, inseguro y tembloroso, los arenales inmensos del desierto costeño. Sabe que esta huída repentina lo separará de los Llosa, aquella familia que hasta entonces lo ha cuidado, mimado y protegido. Ni siquiera las historias de caballeros, aventuras y peligros que acostumbra leer se parecen a aquella fuga clandestina que está emprendiendo con su madre y su padre.

El salón que comprende el periodo de tiempo que Mario pasó en Lima junto a sus padres está lleno de sus objetos personales de aquel entonces: un teléfono de disco, un tornamesa, revistas y varios libros de autores franceses. Inicialmente, al visitante lo embarga un aura miraflorina, de amigos, cigarrillos y malecón; pero, conforme avanza el video que se reproduce en una de las pantallas, el ambiente se va tiñendo de gris. La guía hace mención a algo que es sabido por todos: don Ernesto Vargas ha matriculado a Mario en el Colegio Militar Leoncio Prado para hacer desaparecer esa vocación literaria, pues la cree propia de maricones y bohemios. Lo hace convencido de que la disciplina militar apagará esa inquietud y colocará a su hijo nuevamente en el camino de los “hombres de bien”. Don Ernesto ignora la posibilidad de que su hijo recoja los traumas y las anécdotas de aquella etapa escolar y los convierta en una novela. Cuando la mujer ha terminado de detallar aquel incidente, una luz amarillenta se encendió de pronto y dispara contra la mítica portada de la primera edición de Seix Barral de La ciudad y los perros que se encontraba sobre mi lado derecho y que, debido a la oscuridad previa del salón, no había reconocido. La fotografía en blanco y negro del catalán Oriol Maspons en la que aparece un perro mostrándole los colmillos a otro se ha quedado grabada en la mente de millones de lectores de todo el mundo, pues, como afirmó la reconocida agente literaria Carmen Balcells, la publicación de esta novela comprendió el inicio del Boom Latinoamericano. Para alguien como yo, que ha leído y releído con inmensa devoción todos los libros de Vargas Llosa, estar a pocos centímetros del manuscrito original de La ciudad y los perros y poder contemplarlo con un respeto sepulcral es algo que roza con la realización personal.

Salí de la habitación y, tras la indicación de la guía, me senté en un sillón de cuero. Estaba en una recreación a escala de la buhardilla parisina en donde Mario y su tía y reciente esposa, Julia Urquidi, comparten delirios y sueños. El joven escritor acaba de publicar su primera novela y el recibimiento ha sido impresionante. La guía es la que me explico que la novela fue traducida a decenas de idiomas: sueco, alemán, mandarín, italiano e incluso rumano. Mientras tanto, la pantalla que tengo al frente va mostrando portadas de diferentes editoriales y traducciones. «De niño soñaba con llegar algún día a París porque, deslumbrado con la literatura francesa, creía que vivir allí y respirar el aire que respiraron Balzac, Stendhal, Baudelaire, Proust, me ayudaría a convertirme en un verdadero escritor…», el holograma que debería tener al frente no funciona, pero la locución y el audio sí, así que debo imaginarme a un joven Mario de bigote y traje recorriendo las estrechas calles del Barrio Latino de la capital francesa. En la habitación, hay fotografías polvorientas de Víctor Hugo, Flaubert y Sartre, sus primeros grandes maestros.

Al igual que la arquitectura de las novelas vargasllosianas, los pasadizos y recovecos de la Casa Museo conducen al visitante a lugares inesperados. Me vi con estupor sentado en un simulador de tren antiguo, en cuyas ventanas se reproducen velozmente portadas de libros como Conversación en La Catedral, La Guerra del Fin del Mundo, La fiesta del Chivo, fotografías que captaron el recibimiento de numerosos premios literarios como el Premio Rómulo Gallegos, el Premio Cervantes y el Premio Príncipe de Asturias y postales junto a otros escritores de su generación. Mientras este recorrido virtual se va desarrollando, vi con cierta lástima que dos de los televisores del vagón están apagados. Al ser la segunda vez que noto un desperfecto de este tipo, pregunto a qué se debe y, avergonzada, la guía me dice que desde el estallido de la pandemia la Casa Museo no recibe el mantenimiento que debería por falta de fondos. Me contó con desazón que el Gobierno Regional de Arequipa no le da la importancia que merece y que son algunas personas e instituciones privadas quienes realizan periódicas donaciones para su conservación y mantenimiento. Esto me deja una sensación de derrota e impotencia.

Cuando ya pasé por las salas de Periodismo, Política, Cine, y ya vi los innumerables doctorados honorarios de universidades y demás reconocimientos personales del escritor, la guía enciende las luces y se abre frente a mí una habitación de paredes doradas, estatuas y elegantes candelabros. El sonido de las trompetas de la Academia Sueca me anuncia que estamos en una recreación de la ceremonia de entrega del Premio Nobel de Literatura del año 2010. El holograma de Mario está a pocos metros y desde el púlpito construido a escala imparte las últimas líneas de su discurso Elogio de la literatura y la ficción: «… Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible.». De inmediato, una proyección en ecran comienza a mostrar fotos del archivo personal de la familia Vargas Llosa acompañadas de un fondo musical melodramático. Al darme cuenta de que un par de lágrimas se me han escapado volteo a ver a la guía y noto que también tiene los ojos aguados. Se los soba ligeramente y me cuenta que pese a hacer el recorrido varias veces al día se le hace imposible no emocionarse en este último salón. Sonreí y pensé que debería haber más personas como ella custodiando este tipo de lugares.

Mi recorrido había terminado ya y, al salir por el mismo pórtico por el que ingresé, tengo nuevamente al frente las ruidosas combis de la avenida Parra. Voltee y me quede contemplando la Casa Museo durante algunos varios segundos. Me despedí de su fachada, agradeciendo la oportunidad de haber estado allí y esperando regresar pronto. Un taxi amarillo sobreparo y su claxon me arranco del momento. Voltee. Sin decirle a dónde es que me dirigía o ni preguntarle cuánto me iba a cobrar, me subo al vehículo y, luego de algunos segundos, le indique que me deje en la Plaza de Armas. Me dio su tarifa y la acepte. ¿Es turista?, me interrogo mientras la carcocha avanzo sus primeros metros, le contesto que sí. ¿Qué le pareció la casa de Vallejo?, intrigado, me pregunto mientras sostenía el volante y se dispone a dar un giro en U.

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