Una promesa por San Valentín: El día de los enamorados
Por Orlando Mazeyra Guillén
Un paraguas y Charly García: la combinación perfecta para amar
No podría precisar desde hace cuántos años no pasaba el Día de los Enamorados con una mujer que realmente amara a mi lado.
El 14 de febrero por la mañana, luego de despertar y desvestirnos con la misma urgencia con la que hicimos el amor ella me preguntó si la amaba “sin reservas”. De inmediato, le dije que sí mirándola a los ojos. “¿Soy la única?”, me interrogó mientras acariciaba mi mentón. “Por supuesto”, afirmé sin dudarlo. Luego permanecimos en silencio (ese silencio, a veces extraño y a veces plácido e intemporal, que se produce luego del intenso goce amatorio). “¿En qué piensas?”, inquirió antes de ponerse de pie y le dije que en lo privilegiado que me sentía. A veces uno no sabe cómo explicarlo y hasta pareciera que florea y quiere chamullar a su pareja; sin embargo no es fácil —no para mí, al menos— darle palabra o elegir palabras o frases certeras en nombre del amor. Hablo del amor auténtico e inmarcesible.
Tenía el gemelo izquierdo inflamado pues me estaba recuperando de un leve desgarro. Por tal motivo caminaba con cierta dificultad —es más, no debía caminar, necesitaba reposar—, pero salí en búsqueda de un presente por San Valentín. Cualquier esfuerzo que yo haga por ella vale la pena. Además, el 14 de febrero coincidía con nuestro medio año de relación y por eso decidí pedir medio ramo de rosas rojas. Le escribí una carta breve e inflamada sentado en un parque que estaba pegado a una vasta torrentera. Olía a pasto fresco, esa fragancia bienhechora con la que se levanta Arequipa luego de una lluvia portentosa como la de la noche anterior. Le dije —o al menos intenté decirle con mi horrible letra— que mi amor siempre haría llover caricias sobre ella… que ella era capaz de ponerle melodías a mi alma… y otras sensiblerías de ese calibre. Taché varias oraciones (las que consideré más impresentables) y finalmente pasé a limpio lo más rescatable, es decir, la quinta parte del texto.
No pude ver el partido entre el París Saint Germain y el Bayern de Múnich (ni ningún otro “match” de la Liga de Campeones de Europa) por pasar el día entero con ella (y, por suerte, tampoco tuve tiempo para apostarle unos billetes al equipo de Messi que finalmente perdió de local). Cuando vi el resultado sonreí aliviado y se lo conté. Le di un beso profundo y agradecido. “¿Ves?, te doy suerte”, dijo ella exultante: “ya no vuelvas a sugerir que soy salada”.
—Ahora me llevarás al estadio siempre para ver al Melgar —me ordenó—. Promételo.
—Está bien, lo prometo.
Paseamos por el Centro Histórico de la ciudad y ella me tomó casi un centenar de fotografías (las mejores en los claustros de la Compañía): en la mitad de las capturas yo aparecía solo intentando sonreír sin éxito y en la otra mitad ella asomaba con la mano estirada para hacer el “selfie” (palabra que ambos detestamos, aunque no tanto como “autorretrato”).
Empezó a llover y tuvimos que comprar un bonito paraguas que ella escogió en la plaza de armas.
—Hay que cuidarlo mucho —me sugirió como si se tratara de un ser querido.
—Es sólo un paraguas.
—No —retrucó—. Es nuestro primer paraguas y quiero que cuando seamos viejitos lo conservemos y recordemos nuestro primer Día del Amor juntos.
—En mi familia es común la demencia senil y el mal de Alzhéimer —le informé en plan de aguafiestas—: hasta podría olvidarme de ti…
—Yo no voy a olvidar nada. No me voy a permitirme olvidar nada. Lo nuestro es para siempre. ¡No te dejaré ir! ¡Ya no!
—Suenas tan segura.
—Acuérdate del paraguas —me ordenó con un tono tajante—. Lo usaremos dentro de cincuenta años y pasearemos otra vez por los claustros de la Compañía.
Es inevitable: cuando nos amamos nos comportamos igual que cuando peleamos, es decir, siendo muy intensos. Una tarde vimos dos bellos pajaritos posados sobre un cable de alta tensión:
—Somos nosotros —afirmó ella convencidísima—: amándonos sin saber que en cualquier momento todo se puede ir a la mierda…
Cuando el 14 de febrero acababa me recordó a Charly García. Para ser exactos, me dijo que estar conmigo era tentar al destino… estar al filo de la cornisa coqueteando con el peligro. Hace más de veinte años el célebre cantante se lanzó desde el noveno piso del hotel Aconcagua de la ciudad de Mendoza:
—Estar contigo es, sin exagerar, como lanzarse al vacío desde el noveno piso —confesó ella—, pero siempre apunto a la piscina como Charly García: con fe y con furia a la vez.
—Yo nunca me lanzaría desde un noveno piso —le dije—. Es más, le tengo fobia a las alturas.
—Yo por ti lo hago a diario… sólo que no te das cuenta: yo soy el Charly García de tu corazón.
Nadie me había dicho algo tan cándido y a la vez tan bello y transparente: “Yo soy el Charly García de tu corazón”, sentenció ella para siempre. Creo que en ese instante decidí no rendirme e ir hasta el más allá del todo. “Eres mi vida”, pienso y el corazón ya no me cabe en el pecho porque ahora late por ella, por mí… y por Charly García.
—Nuestro amor es de tres —le digo y ella lo entiende. Ríe y me desnuda el alma. “Si esto se acaba… que sea saltando desde un noveno piso y con el paraguas de hoy abierto”, concluyo antes de apagar la luz de la habitación.