Cuento: “DOS ALMUERZOS”
Por: Jesús Huahuatico Q.

No quiero encontrarme con nadie. Estoy harto de sus comentarios complacientes. Camino con la cabeza agachada. La quijada me toca el pecho con facilidad.

Este portaviandas hace mucho ruido, los vecinos que dejo atrás voltean. Si otros cruzan por mi camino también voltean a verme como a alguien raro. No creo que sea alguien raro, solo estoy intentando darle un cambio a mi vida, pero cuando siento sus ojos encima ya no sé qué hacer. Cada vez es igual, el mismo sentimiento de culpa. Es urgente un cambio.

El único lugar que no logro dejar es el restaurante de María; aunque ella es empalagosa suele cocinar bien. Además, en el pasado tuvimos nuestros buenos momentos. Vuelven a tintinear las viandas al chocar entre ellas. Sé que todos ya voltearon seguro a verme. Estoy agitado, mi frente se humedece. Lo bueno es que ya estoy cerca y hasta ahora no me crucé con ninguno de los que solo joden murmurando sus consejos de cómo debo vivir.

Dentro de mi bolsillo, dos monedas de cinco soles están pegadas por la humedad y la presión que puse sobre ellas. Trato de despegarlas con la misma mano, pero en mi intento estúpido, muevo el portaviandas y otra vez su sonido latoso hace que la gente voltee a verme. No dejo de arrastrar los pies, respiro con dificultad. Debo sonar como un cerdo. Saco las monedas y las froto en el pantalón, igual a mis manos que no dejan de transpirar. Me detengo en la puerta del restaurante, espero que nadie se dé cuenta de lo ridículo que me debo estar viendo al separar dos minúsculas monedas pero necesito que estén separadas y secas.

Otra vez las miradas. O tal vez les de asco ver tanto sudor.

—María, dos almuerzos para llevar—, no saludo y vuelvo a frotar las manos contra mi pantalón.

—Hay seco de pollo y guiso de fideos— me mira directamente a los ojos.

—Seco de pollo en las dos—, le digo mientras evado su mirada y veo las monedas separadas sobre la palma de mi mano que sigue transpirando.

—Claudio ¿hasta cuándo lo vas a cuidar? Si tiene hijas, ellas deberían cuidarlo.

—¿Qué hay de refresco?—, evito las preguntas de todos los días.

—Es chicha morada con limón.

—Me aumentas el refresco, una bolsita más siquiera. Porfa—. He suavizado mi voz que casi se quiebra, ella me observa de reojo mientras va por el pedido.

—No quieres otro segundito más —pregunta—; antes, cuando venías los sábados comías dos segundos o más.

—Eso era antes, tengo que bajar esto—. Le señalo mi panza, que es demasiado grande según mi padre y según todos los que me miran con extrañeza.

—Ahora vienes todos los días y solo te llevas la comida—, me habla con sutileza como en las tardes en que creí que podía tener algo con ella.

—Ya va a llegar tu gente, apúrate con mis almuerzos.

—Ya están sirviendo, espera. ¿O te pega si llegas tarde? —. Guardo silencio y mi mano derecha vuelve a jugar con las monedas.

—¿Dice que llegó Javicho?

—Sí, quería verte, por lo de tu mamá.

—Hasta ahora no lo he visto—. Volteo la mirada en dirección a la puerta, creyendo haber oído a alguien entrar. Pero no hay nadie.

—Él dijo que lo dejaste plantado cuando llevó cervezas al cementerio. Que dejaste tus flores donde tu mamá y te fuiste sin decir nada.

—¡Ja! Ese Javicho, ¿cuándo llegó? Es bueno para hablar tonteras.

—Ya está aquí casi dos semanas, creo—. Es verdad, llegó a los dos días del entierro.

—Si lo ves le dices que me busque—, digo mientras ella se aleja a recoger mi pedido.

—Claro, claro, yo le digo, claro. Pero piensa en todo lo que te decimos—. Que deje solo a mi padre, que mis hermanas deberían cuidarlo, que un hombre tiene otras obligaciones…

—Toma. Diez soles. Gracias.

Quisiera decirle que no es fácil. Pero el portaviandas pesa e intento sujetarlo sin que se deslice de mis manos sudorosas. Froto las monedas en el pantalón y vuelvo a decirle, gracias.

—Ya, Claudio, ya sabes, cuando quieras—. Otra vez me mira a los ojos.

Algo es cierto, qué fácil es ilusionar a un cerdo de mierda.

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