¿PARAÍSO O INFIERNO?
Por: Orlando Mazeyra Guillén

El jardín de las delicias, no Del Bosco, sino de Carlos Herrera

Acerca de “Horrores minúsculos”

Carlos Herrera nació hace seis décadas en Arequipa y estudió Derecho en la Católica de Santa María, lo cual quiere decir que no precisó de pasar por las aulas de la escuela agustina de Literatura para convertirse en un narrador singular, puntilloso y delicado en el mejor sentido de la palabra. Quiero decir: en el mejor sentido de las palabras, de cada una de las palabras que componen las historias de su último libro: “Horrores minúsculos”.

Esta obra está dividida en dos bloques: el primero trae diez haikus del fantasma, el segundo contiene más de cuarenta horrores minúsculos que, en muchos casos, producen una estupefacción mayúscula a pesar su economía expresiva, pues son microhistorias que se le leen casi a la par de un suspiro.

Herrera, con ese talento que nos hace recordar los mejores cuentos de Hemingway, nos muestra solamente la punta del iceberg, como en aquel célebre relato que dice así: “Se venden zapatitos de bebé, sin usar”.

Carlos Herrera apela al dato escondido, es decir a omitir en muchos casos lo más relevante de la historia para que el lector cumpla con la tarea y llene con su imaginación los vacíos, los huecos narrativos -si se me permite la frase- que deja deliberadamente el autor para que los lectores realicemos una lectura altamente imaginativa.

No estamos ante narraciones típicas con inicios, nudos y desenlaces; sino ante latigazos o relámpagos que nos encienden la mente y nos invitan a acceder, sin chistar, a ese paraíso o infierno particular que Herrera elucubra con mano firme e inusitada solvencia. Sin embargo, esta travesía plagada de horrores ínfimos en extensión narrativa que pueden resultar oceánicos en preguntas, sorpresas y contradicciones. Permítaseme citar a uno de sus fantasmas para que esto resulte más pedagógico: “Raro descanso este que da el sentarme sobre mi lápida”. Ese haiku conversa de forma más que evidente y trágica con el último cuento del libro titulado Epitafio que dice: “Debió haber sido diferente”. Este cierre redondo del libro nos invita a pensar (o repensar) la ficción como fábrica de yoes hipotéticos, pues el escritor de ficciones no hace más que corregir la vida: modificar el pasado o moldear el futuro, por más que resulte quimérico.

Herrera, recordando a Caronte, nos recuerda que nada es gratis (ni en la vida ni en la muerte). Me permito añadir, además, que nada es gratuito, sobre todo en la invención literaria. Pues, y vuelvo a citarlo en su cuento “Historia del Arte 3” cuando el narrador nos menciona una verdad de Perogrullo: Todos sabemos que el rasgo esencial de los verdaderos artistas es su capacidad de ofrecer una nueva mirada sobre la realidad, cuando no crear realidades nuevas. Lo que pocos saben es que, fallecido el artista, su espíritu se aposenta en el mundo que ha creado. Ese será, insisto, el paraíso o infierno particular de Carlos Herrera, pues quién podría decirle al verdugo que no le tape los ojos al condenado para que este último vea hasta el final lo que está ocurriendo. Y, presas de ese sadismo, saltamos en el tiempo gracias a la bendita máquina viajera que termina invitando a su creador al suicidio.

En este libro asoma también Sísifo revelándonos que algo más monstruoso que su titánica e inútil tarea podría resultar convertirse en aquella piedra que empuja por siempre jamás.

Carlos Herrera desoye cualquier consejo o receta a la hora de escribir y decide internarse en el bosque de las palabras para buscar la inspiración. Cuando lo descubre ya es demasiado tarde, no sé si sólo para sus trágicos personajes o acaso también para él, pues si en uno de sus cuentos se nos informa que El Bosco fue un pintor realista, pues quizá ahora, con esta publicación, estamos ante un jardín de las delicias de este valioso escritor arequipeño.

Gracias a este libro de horrores minúsculos, algunos desavisados lectores comprendemos que los sueños no se interpretan literalmente. Asimismo conocemos a hombres que sólo aman a sus mascotas y eso los exime del drama mayúsculo de la pérdida de sus congéneres. Las supersticiones de la curia van más allá de inventar un Dios antes de colgar los hábitos y transformar a los sacerdotes en felices arrieros que nos dibujan una sonrisa (que puede ser ominosa). Y reímos también cuando descubrimos el mensaje oculto de las momias.

Y es que Carlos Herrera sabe contar, sabe asustar, sabe entretener de la forma más sutil, sabe hacernos reír con elegancia. En suma: sabe alcanzarnos ficciones logradas como aquella de la página 107 titulada LA RAZÓN DEL DESASTRE que me permito leer. Y dice así: “¿Cuándo se jodió la humanidad? Cuando se extinguió el último dragón. Desde entonces los caballeros no tienen mejor ocupación que matarse entre ellos, rapiñar a los humildes y violar a las doncellas que antes solían salvar de las garras del monstruo”.

Para culminar, yo me pregunto: ¿cuándo se jodió Carlos Herrera? Y en este libro encuentro apenas algunos indicios, sólo la punta del iceberg. Y lo imagino olvidándose de la diplomacia y del derecho, de las buenas maneras y de los insípidos protocolos de su vida pública. Imagino a Herrera liberándose de las ataduras del hombre de a pie para mostrar los sótanos y las catacumbas que recorre cuando se entrega a la escritura. Este es un libro autobiográfico porque también somos nuestros sueños y nuestras pesadillas. Insisto por última vez: este peculiar jardín de las delicias de Carlos Herrera nos muestra su desmesurado y peligrosísimo afán de comprenderlo u oírlo todo: pues tener un oído absoluto puede ser una auténtica desgracia, y una rutina embrutecedora puede ocultar verdades atroces… porque, al fin y al cabo, todo es cuestión de tiempo. Como en la reflexiva y ponente historia de la página 73:

“Dato 1: la luz del sol nos llega ocho minutos y veinte segundos después de ser emitida. Distancias y tiempos astronómicos. Dato 2: con los telescopios y la tecnología de hoy, podemos ver esa luz en tiempo actual: la luz realmente existente en el momento en que se produce, digamos. Dato 3: El más probable fin del planeta Tierra ocurrirá cuando el Sol se convierta en una sopernova, carbonizando toda vida sobre esta esfera hecha de agua, cordilleras, plantas y entidades complejas animadas. CONSECUENCIA DE ESTOS DATOS: El fin del mundo podrá ser advertido con una antelación de ocho minutos veinte segundos, en el momento en que los telescopios capten la explosión del sol. PROYECTO LITERARIO: Qué hacer durante esos ocho minutos y veinte segundos”.

Acá, si se me permite desbarrar, Carlos Herrera hace metaficción. Es decir, ficción sobre la ficción. ¿Qué sentido tienen nuestras ficciones y proyectos literarios? Carlos Herrera comprende no sólo la finitud de su propia existencia sino la de todos, sabe que cuando doblan las campanas lo hacen por él y por todos nosotros. Quizá no queda más que leer y escribir con suma urgencia, pues como lo anuncia su cuento, siempre leeremos y escribiremos contra reloj. Aunque suene a oxímoron o a algo semejante: estos bellos horrores minúsculos resultan mayúsculos, pues su lectura sirve para prepararnos para el cambio y, como lo recordaba Harold Bloom, el cambio último es universal, como universales son las historias del jardín de las delicias de Carlos Herrera.

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