EL PODER DE LA RESURRECCIÓN
Por: Javier Del Río Alba – Arzobispo de Arequipa

¡Jesucristo ha resucitado! Es la buena noticia que desde hace casi veinte siglos lleva la Iglesia, de generación en generación, a todas las partes del mundo y que resuena con especial fuerza e intensidad en estos días en que celebramos la Pascua del Señor.

La semana pasada, a través de la liturgia, hemos contemplado y acompañado a Jesús en su entrada triunfante en Jerusalén, recibido entre cantos y gritos de júbilo por quienes veían en él al mesías que restauraría el reino de Israel. Jesús, en cambio, sabía que su reino no es de este mundo y que entraba a Jerusalén para dar su vida por nosotros. Así, siguiendo sus pasos, lo hemos visto en la Última Cena anunciando su muerte inminente; lo hemos escuchado implorar a su Padre en ese huerto de los olivos, cargar con la cruz, morir en ella y ser sepultado. No fue nada sencillo para sus discípulos de entonces, como tampoco lo es para nosotros hoy, comprender del todo lo que estaba sucediendo. Los discípulos de entonces quedaron desconcertados, pensaban que todo había terminado en un verdadero fracaso. Con Jesús quedaron sepultadas también sus esperanzas. Muchos discípulos de hoy también creen que todo terminó en el Viernes Santo. Sí, confiesan que Jesús es el Hijo de Dios y que murió por nuestros pecados, el justo por los injustos; hasta creen que resucitó, pero, bueno, era lo menos que le podía pasar a Él que fue tan bueno…pero nada más.

Pocos, en cambio, comprenden que si Jesús «murió por nuestros pecados» (1Cor 15,3), es decir que «llevó nuestros pecados en su cuerpo hasta el leño» (1Pe 2,24), eso significa que nos quitó los pecados, y que, en su resurrección, su muerte en la cruz ha quedado revelada como fuente de vida para quienes creen en Él, de modo que «muertos al pecado vivamos para la justicia» (1Pe 2,24), pero no por nuestras solas fuerzas sino por el poder del amor que llevó a Jesús a obedecer a su Padre hasta morir por nosotros. Es el poder de la cruz acogida por amor, que muchos no entienden, el que transformó y el único capaz de seguir transformando el mal en bien, la muerte en vida. En la cruz, aunque velado, estaba ya presente el poder del amor que resucitó a Jesucristo de entre los muertos, hizo posible que ascienda al Cielo y, «de ahí, que puede también salvar perfectamente a los que por Él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder a su favor» (Hb 7,25). Como dice san Pablo: «El que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con Él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió, más todavía, que resucitó y está a la derecha de Dios e intercede por nosotros?» (Rm 8,32-34).

Esta es la buena noticia que anuncia la Iglesia: Jesucristo no sólo ha perdonado nuestros pecados – pasados, presentes y futuros – sino que también ha abierto para nosotros las puertas del Cielo y, sentado a la derecha del Padre, no cesa de buscarnos cada día. Como buscó a María Magdalena y a sus compañeras, a los apóstoles y a los discípulos que volvían tristes a Emaús, Jesús nos busca también a nosotros para hacernos partícipes del poder de su resurrección e introducirnos, ya desde este mundo, en la vida eterna.

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