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Cuando hacemos justicia con nuestras propias manos
Por: Orlando Mazeyra Guillén
AUTOCOMPOSICIÓN
—Yo siempre quise ser amazona —te cuenta cerrando los ojos—: era lo único que me hacía feliz cuando yo tenía dieciocho años.
—¿Amazona? —le preguntas bastante sorprendido.
—Sí, amazona —asiente invadida por una sobrecogedora nostalgia—. Montaba caballos todos los fines de semana.
—¿Tenías caballos?
—No, para nada.
—¿Entonces?
—Mi prima Imelda enamoraba con un policía y todos los fines de semana entraba con ella a la POLTRAN: allí había unos caballos bellísimos que pertenecían a la Caballería de la Policía Montada. Yo era muy buena… quizá en otra vida fui amazona, a veces esa idea se me mete en la cabeza y no me abandona.
—¿Otra vida? ¿Crees en esas tonterías?
—A veces…Yo me sigo soñando con uno de los caballos: ya no lo puedo montar en mis sueños… él sólo me mira entristecido e impotente.
—¿Qué caballo?
Te cuenta que se llamaba Infancia. Y era su engreído. Todos los fines de semana lo montaba y le hacía caricias. Le contaba sus intimidades, sus miedos, sus culpas y también sus sueños. El bello animal era como su confesor, su cómplice sin igual.
—¿Y qué más? —le preguntas tratando de tomar nota mental de sus evocaciones.
—Yo lo amaba: creo que nunca volveré a amar a un animal de esa manera.
—Pero te duele mucho lo que recuerdas…
—Sí, claro.
—¿Qué pasó?
—Lo peor —llega a decir y se echa a llorar. Te pide un poco de agua. Luego utiliza un pañuelo desechable para secarse las lágrimas.
“Tranquila, por favor”, le pides; pero ella está quebrada por los recuerdos. Algo malo le pasó a Infancia. Y también a ella. Algo malo nos termina pasando a todos, ¿no es verdad? Empezó un verano remoto haciendo vacaciones útiles. Nancy era la mejor amazona, luego su prima Imelda fue clave para seguir practicando la equitación durante el resto del año. Todo parecía hermoso, sin embargo, la vida no es hermosa; pues está plagada de maldad, sinsentidos y de muchas sorpresas mayúsculas.
—De pronto todo cambió… ¡tanto!
—¿Cómo así?
Nancy te cuenta que todos los caballos, pero en especial Infancia, viraron de semblante. Ya no eran los mismos: fue un proceso lento e irreversible. Duro. La dejó desconcertada.
—Infancia tenía en la mirada mucha tristeza —te cuenta—, la misma que tienes tú cuando bebes licor y te transformas. Algo terrible le pasaba, pero yo no entendía nada, como a veces no te entiendo a ti. Tú me recuerdas a él.
—¿Me estás comparando con un caballo?
—No. Trato de decirte que todos somos puros como los animales, hasta que algo nos corrompe, la vida nos termina partiendo y ya nada vuelve a ser igual.
El policía que enamoraba con su prima Imelda se enteró de la atroz verdad y se la tuvo que contar Nancy.
—¿Viste que los caballos están cambiados, no? —le preguntó el policía a Nancy.
—Sí —asintió turbada—, están muy tristes. ¿Qué les pasó?
—Hemos descubierto que Alfredo es el culpable, ese malparido los ha jodido, pero con el que ha sido más salvaje fue con Infancia… parece que se dio cuenta de que tú lo quieres mucho y se ha ensañado especialmente con él.
Nancy llora y recuerda: el cuidante de los caballos, un sesentón regordete con cara de niño bueno, los empezó a sodomizar. Primero, lo hacía con su propia mano y por la noches. Luego, desalmado a más no poder, utilizaba algunos palos de escoba o lo que tuviera a la mano. Alfredo era un malnacido que odiaba la belleza de los corceles y, por sobre todas las cosas, odiaba el amor que Nancy les tenía. ¿Cómo un tipo así podía estar tan cerca de los animales y ser cuidado por ellos?
—Quizá se enamoró de ti —le sugieres tú—. Y como no te podía poseer…
—Lo hice mierda —te confiesa—, me desconocí como nunca en mi vida. Él tampoco volvió a ser el mismo, eso sí te lo puedo asegurar.
Nancy montó en ira y se dirigió al cuarto de Alfredo y lo encaró. Habían encontrado restos de madera astillada en el ano del caballo Infancia. El daño provocado por la perversa penetración anal era irremediable. El policía le informó a Nancy que tenían que sacrificar al caballo que ella más amaba. Alfredo palideció, se quedó callado. No aceptó, pero por sobre todo no negó los cargos. Entonces Nancy tomó una vara de fierro y le partió la cabeza y lo agarró a patadas en el vientre y en los testículos. “Le quise meter la vara por el ano”, te dice y le crees sin chistar. Alfredo estaba bañado en sangre, en silencio… bañado también en culpa e infinita vergüenza. ¿Remordimientos? Ojalá.
—No te va a pasar nada, Nancy —le dijo el policía calmándola—. Ya fue suficiente.
—No para mí —le respondió ella—. Quiero matarlo, quiero que pague por lo que hizo.
—Creo que tú ya estás lista para postular a la policía —le dijo él convencidísimo—. Serás la mejor de todas.
Sin embargo, a Nancy no le importaba la policía. Ella sólo quería ser amazona. No pudo despedirse de Infancia. En realidad, no quiso despedirse de él. Lo sacrificaron un sábado por la mañana. Echaron a Alfredo de la Policía de Transportes y Nancy nunca más montó a caballo. Ya nada como antes.
—Me sigo soñando con él, Orlando —insiste ella atravesada por la pena—. ¿Y sabes qué es lo peor?
—¿Qué?
—Que nunca lo puedo ayudar.
—A mí, sí —le dices al oído y le das un beso. Luego cierras los ojos y te imaginas al caballo y tú también te echas a llorar.
—Mi amor por ti es tan puro como ese caballo que tanto amé, ¿me crees, Orlando?
Tú la escuchas y piensas que ella no es una amazona, quizá una sirena. La ninfa extraordinaria que estabas esperando por fin llegó.