75 años del histórico Pacto de Bogotá
Por: Miguel A. Rodríguez Mackay. – El Montonero
Para el Derecho Internacional americano el 75 aniversario del histórico Tratado Americano de Soluciones Pacíficas, también conocido como “Pacto de Bogotá”, es un hecho de enorme significación jurídica continental. Surge de las entrañas de la misma Organización de los Estados Americanos (OEA), creada en la misma fecha por los treinta cinco Estados que componen al mayor foro político de las Américas.
Mientras la OEA emergió como un espacio de naturaleza política, el Pacto de Bogotá lo fue de naturaleza jurídica, y esa es su importancia continental al instrumentalizar la norma jurídica como la garantía para la sociedad hemisférica que requería del derecho como factor relevante para la paz continental. Se trata, entonces, del mayor tratado panamericano que aboga por la referida paz como método para la solución de las controversias que pudieran surgir entre los países miembros de la OEA. Es decir, así como la Carta de las Naciones Unidas en el plano global expresa la voluntad planetaria por preservar el statu quo de paz mundial, el Pacto de Bogotá, junto a la Carta de la OEA, tiene por objeto el mantenimiento de la paz hemisférica, valiéndose de su aludida naturaleza instrumental desde el derecho para que los países miembros de la OEA convivan en el marco de una sociedad panamericana eminentemente pacífica.
El Pacto de Bogotá, firmado en la capital colombiana en 1948 –gobernaba el Perú José Luis Bustamante y Rivero, el patricio arequipeño que firmara el famoso Decreto Bustamante sobre las históricas 200 millas de soberanía y jurisdicción del Estado peruano y que, además, con los años llegara a ser presidente de la Corte Internacional de Justicia (1967-1970)– entró en vigor el 6 de mayo del año siguiente, en el marco de la IX Conferencia Panamericana en que decidieron, incluso, conferir jurisdicción a la Corte Internacional de Justicia para el arreglo de sus diferencias (Artículo XXXI). Los Estados del continente aceptaron por este artículo recurrir ipso iure ante el órgano judicial de las Naciones Unidas para arreglar sus disputas de naturaleza jurídica como fue exactamente lo que pasó con Chile. En efecto, gracias a este instrumento panamericano es que pudimos obligar a Chile para que acudiera ante la competencia del máximo tribunal de la ONU que resolvió el 27 de enero de 2014 la controversia jurídica de delimitación marítima que manteníamos pendiente ambos países.
El pacto, entonces, es obra y gracia de derecho internacional americano y relievó la insistencia del derecho internacional de incidir en el derecho de la paz como consagra la referida Carta de San Francisco de 1945, proscribiendo a la guerra como solución de las controversias, algo que ni el Tratado de Versalles (1919) –que puso fin a la Primera Guerra Mundial– pudo llegar a realizar. La solución pacífica se convertía en norma de ius cogens, es decir, una categoría imperativa de cumplimiento obligatorio como lo sostuvo Hegel, el último filósofo alemán del idealismo y de la modernidad, volviendo a su tesis una de las más revolucionarias de la humanidad al considerar solo a la paz como medio de alcanzar una solución de las controversias.
Ese tamaño de obligación es erga omnes; es decir, para todos los miembros de la comunidad internacional, sin excepción. En efecto, luego de más 2000 años –si contamos el decurso de la historia desde la aparición de Jesús de Nazaret–, en que se había privilegiado al uso de la fuerza como práctica para arreglar los problemas, la paz dejó de ser parte del pregón de los deseos, y en cambio, se alzó juridizada, emergiendo –repito– como el único método universalmente válido para el arreglo de los conflictos entre Estados, de allí que este preciado acuerdo, sellado en la capital cafetera del continente hace 75 años, fundó un derecho internacional continental garantista frente a cualquier vulnerabilidad que pudiera poner en riesgo la vida internacional americana.
Se trata, pues, del tratado más comprehensivo para la paz que confirma a nuestra región como un espacio del planeta esencialmente pacífico, aunque ello no significa que pudiera estar exento de diferencias. El Pacto de Bogotá no se entendería sin la OEA y aunque algunos crean que a la organización si pudiera creérsela sin este tratado dado que existe un núcleo duro de factores del derecho americano por la Corte Interamericana de Derecho Humanos y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en realidad la cuerda del Pacto es distinta porque constituye un baluarte jurídico para arreglo jurídico continental que inmediatamente lleva a los Estados de esta parte del globo a la jurisdicción mundial ante la Corte Internacional de Justicia.
Corresponderá a la secretaría general de la OEA conservar y empoderar al Pacto de Bogotá porque se trata del instrumento jurídico que se ha convertido en la columna vertebral del derecho internacional americano dado su carácter de tratado constitutivo de naturaleza eminentemente jurídica otorgando a nuestra región una garantía extraordinaria para un arreglo de diferencias alejando a los Estados de soluciones empíricas que pudieran anarquizar a la región. Esa es la grandeza de este tratado de soluciones eminentemente pacíficas.