DÍA DE LA MADRE: ¿Cuál sería el mejor regalo para mamá?

Por Orlando Mazeyra Guillén

            —¿Y qué piensas regalarle a tu mamá por el Día de la Madre? —te pregunta.

            —No lo sé —le dices—. No es sencillo hacerle regalos, ella es complicada.

            —Pero, ¿qué quisiera? Tú la conoces. Dime algo que ella anhele con todo su corazón…

            —Que yo sea feliz.

            —¿Conmigo?

            —Ojalá.

Ella celebrará el Día de la Madre con setenta años a cuestas. Y sabes que los mejores regalos —los inmarcesibles y refulgentes— son aquellos que no cuestan dinero.

¿Qué decir sobre ella, manantial de vida y llama incandescente, sin caer en los típicos e inflamados lugares comunes? ¿Cómo usar las palabras sin provocar dolor (como sueles hacerlo a menudo), sino todo lo contrario?

En tu cada vez más remota infancia —aquel paraíso perdido para siempre— había una única voz que era la que te contaba las mejores historias (extraordinarias, terribles y emocionantes). Esa voz era la de tu madre. Ella, casi sin darse cuenta, te enseñó a narrar, a mentir de la mejor manera (con la cara de palo, por supuesto: para creer en dragones, unicornios, Pulgarcitos, Cenicientas, vampiros, dioses y paraísos terrenales). Fue tu primera maestra. Luego llegaron los otros: los genios, los excéntricos, los maestros definitivos del Boom —García Márquez, Cortázar, Vargas Llosa— y otros, superlativos e inexplicables, que en realidad pertenecen al Big Bang de la palabra: Kafka, Mann, Hemingway, Camus, Joyce, Borges, Onetti.

Mamá, para ti, es la señora delgada y laboriosa que todas las mañanas alistaba el desayuno y te preparaba para la escuela. Mamá es complicidad sin límites y sapiencia de toda laya: “yo te enseño a jugar a las canicas, yo sé bailar el trompo (como lo hacen las mujeres y también como los hombres), yo sé hacer piques con un balón de fútbol, yo sé más que todos tus maestros de La Salle, yo puedo recitar mejor que tu abuela Julia ese hermoso poema de Juan de Dios Peza… yo consigo todo lo que me propongo… yo también puedo escribir cuentos ¿lo sabes, hijo?”.

Mamá también es excelencia y una enfermiza aspiración por la perfección: la mejor de su promoción del colegio Rosario, la mejor en la Facultad de Educación de la Católica de Santa María, la mejor en la Maestría, la más querida por todos sus estudiantes. Mamá es, sin ápice de duda, la cara y la cruz de sus cuatro hijos. El modelo y el ‘antimodelo’: lo deben emular y aquello que jamás deberían imitar.

Ella no es perfecta, desde luego. ¿Qué madre lo es? No sería terrenal, humana, querible. Y tú amas también sus deficiencias y vulnerabilidades. Tu madre, por ejemplo, odia el fútbol. Nunca pisó la tribuna de un estadio y acaso morirá sin pisarla. No comprendió nunca tu amor por Maradona, el Melgar y el emocionante fútbol argentino. Para ella los hinchas son unos locos, pero más locos son los escritores que lees. “Por eso no eres normal, hijo”, afirma con una peligrosa seguridad que exhibe alguna de sus cegueras más recalcitrantes: “si no leyeras a tanto trastornado sería más feliz”, te dice señalando una fotografía de Alfredo Bryce Echenique. A veces te convences de que tiene razón y te da miedo. Miedo de ella, del destino, de la literatura. De los libros que escribirás y sobre todo de aquellos que no podrás escribir. O que escribirás cuando ella ya no esté.

“En realidad, yo escribo para ti, mamá”, piensas para tus adentros. Y no mientes. Ella te lee casi a escondidas: se sabe de memoria todas tus historias (y averigua quiénes inspiran tus narraciones). Lectora profana, si las hay, pero devota como pocas. Siente cada una de tus narraciones como si fueran suyas. Y también son de ella. Pues a ella te debes. Le debes la vida (y lo que venga después de la vida también). Te cobijó y creó en ese vientre que ya tiene setenta años: la semilla de tu existencia y la de tus tres hermanos que vagan por el mundo, tan lejos de casa, pero tan cerca del corazón y de los pensamientos de tu madre.

“¿Cuánto falta para el fin, mamá?”, te preguntas sin querer sonar asustado. “¿Qué más deseas hacer? ¿En dónde quieres pasar tu vejez? ¿Qué lugares deseas conocer? ¿Qué otros consejos me quieres dar?”. Surgen preguntas y más preguntas. Y, de pronto, te quedas paralizado. Sin palabras. Piensas en la hora de la despedida. El día de la escisión definitiva. Imaginas su muerte y no puedes tolerarla (¿podrás narrarla? ¿Te atreverás?). Ahora escribes sobre ella para que perviva en tu memoria, para que un pedazo de su vida quede en blanco y negro: para que todo hijo bien nacido recuerde a su madre, sabiendo algo más de la tuya. Tu primera narradora, tu primera profesora, tu primer beso, tu amor más diáfano. El AMOR con mayúsculas. Tu madre es tan portentosa que un mundo sin ella te parece imposible: vacío, yermo, deleznable.

Nuestra madre, es nuestra primera maestra.

Piensas y repiensas: “mamá, quiero que leas esto antes del fin. Fuiste mi principio. Sigues siendo mi cobijo, la ternura sin descanso, y la prueba de que, sin amor, este mundo —esta vida— no vale la pena. Te amo desde que salí de tu vientre y pude pronunciar tu nombre. Te venero y te admiro. Pero, descuida, no te voy a extrañar nunca. Se extraña lo que se va, lo que se pierde, lo que se rompe, lo que ya no está. No podría extrañarte, pues, mientras viva, este corazón que tú creaste late por los dos: yo escribo para ti, mamá. Aunque a veces duela. Tú, que me pariste con dolor, me entiendes: ¿no es cierto, mamá? ¿Te acuerdas de nuestra foto en las rocas de Mejía? Así te voy a recordar siempre”.

—Dime, pues, Orlando, ¿qué le vas a regalar a tu mamá por el Día de la Madre?

—Lo único que tengo —le dices convencido—: lo único que importa.

—¿A qué te refieres?

—A mi palabra. Todo lo que yo escribo es para mi mamá —le dices mostrándole esa fotografía playa. Mejía. Años ochenta. Tú tomando su mano mirando a la cámara; y ella siempre observando el horizonte.

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