LAS LÁGRIMAS DEL SOL: Historias sobre el pago a la tierra

Por Orlando Mazeyra Guillén

               —¿No sabes lo que es un “pagacho”? —te preguntó mientras ambos veían un reportaje sobre gente que presuntamente desapareció en los alrededores de ciertas minas informales.

               —No —le dijiste tratando de recordar si alguna vez habías oído aquella extraña palabra—. Cuéntame.

               —Armida es una anciana que me ayuda a limpiar la casa a fin de año. Su hijo menor, Nicolás, de apenas veinticinco años, el año pasado apareció muerto cerca de una mina ilegal en Secocha.

               —¿Y qué le pasó?

               —Comentan que los dueños de la mina lo utilizaron para hacer un pagacho, pero se les pasó la mano… ¿Me entiendes, no?

               —Te repito que yo no sé absolutamente nada de minas ni de pagachos —repusiste de inmediato—. Hay cosas que prefiero ignorar.

               —La creencia popular dice que si no se hacen pagachos a la tierra, entonces ésta se resiente y entonces la naturaleza castiga sin misericordia…

               —¿Cómo?

               —De distintas formas, pues: con tormentas, granizadas, muere el ganado y también las personas que extraen el mineral, hay accidentes inexplicables o se te aparecen los chinchilicos. Es como una saladera atroz. En el caso de las minas, con el pago a la tierra agradecen por el mineral encontrado.

               —¿Me estás hablando de religión o de brujería? —le preguntaste creyendo que estabas escuchando una historia fantástica.

Los mineros artesanales, cuando inician las extracciones, sacrifican animales.

               —La religiosidad andina es muy compleja y sorprendente… y se alimenta de muchas vertientes. Entonces, como he viajado por distintas regiones del Perú, conozco tantas historias al respecto que son horribles y me dan mucho miedo. Me pongo nerviosa de sólo recordarlas…

               —¿Por qué?

               —Los pagos, según dice la gente que domina el tema, también se hacen a los espíritus que habitan las minas.

               —¿Y en dónde hacen estos rituales?

               —Por ejemplo en los socavones.

               Ella trata de explicarte que, a veces, son las mismas almas que penan las que a través de sueños “enseñan” la ubicación del oro o del mineral que se busca denodadamente.

               —¿Tú crees en eso? —le preguntaste con un tono burlón—. ¡Por favor, dejémonos de juegos!

               —Muchos piensan que extraer oro es como recoger las lágrimas del sol… digo mejor: “el dios Sol”.

               Te echaste a reír y ella negó con la cabeza como si te estuviera amonestando por tu escepticismo.

               Los mineros artesanales, cuando inician las extracciones, sacrifican animales (alpacas, vicuñas, etcétera) y los entierran como ofrendas a la Pachamama a cambio de riquezas. Pero, ojo, no sólo se trata de animales: “En Puno, por ejemplo (y también en Bolivia), es común saber de grandes empresarios que pagan a la tierra con camionetas del año”.

               —¿Entierran automóviles nuevecitos? —indagaste estupefacto.

               —Sí, pero uno no, porque a veces es insuficiente —te aclaró—. Pueden ser muchos: mientras más generosa sea la ofrenda, mayor será la recompensa. Ocho o más carros del año. Imagínate a un tipo que quiere incursionar en el negocio de los transportes interprovinciales…

               —Ya.

               —Este millonario va a un cerro y entierra una docena de microbuses. Así le paga a la tierra para que su negocio florezca.

               —¡Qué bárbaros y qué desperdicio! —exclamaste—. Pero cuéntame lo que ocurrió con el hijo de esa señora Armida.

               —Solamente quisieron ofrecer a la tierra un poco de su sangre, la intención inicial no era matarlo. Pero se les fue la mano.

               —O sea, además de animales o camionetas… también ofrecen gente.

               —Sí —asintió—. ¿Ya te olvidaste de Juanita?

La Dama del Ampato.

               Y de pronto, por fin ataste cabos. ¡Claro! La Dama del Ampato, también conocida como la Niña de los Hielos. Juanita conservaba intactos todos sus órganos porque el congelamiento glacial hizo una notable momificación natural. Se supone que ella habría vivido durante el imperio incaico. También se cree que habría sido sacrificada por ser una joven al servicio del inca y, por supuesto, del dios Sol. En otras palabras, ella no era dueña de su vida. ¡Vaya tiranía!

               —¿Y por qué se cree que sacrificaron a Juanita? —le preguntaste.

               —Bueno, una teoría señala que los incas querían pedirle a Wiracocha que detuviese la actividad de los volcanes. Y así fue: luego de ofrecer a Juanita, los volcanes se calmaron.

               —¿Lo dices en serio?

               —Y la creencia anuncia que por haber sacado a Juanita del Ampato sobrevendrá un castigo terrible y, tarde o temprano, las erupciones reclamarán por la Niña de los Hielos.

               Ficciones, de eso se trataba. ¿Por qué las necesitamos tanto? ¿Nos hacen mejores o peores? Los incas se inventaron dioses y, luego, para ellos idearon sacrificios salvajes que te ponen la piel de gallina. Mucho tiempo después llegaron los españoles con sus biblias y su nueva y encantadora mentira: el catolicismo. Mentir, matar, sobrevivir. ¿Existían los chinchilicos? ¿El oro es la sangre del dios Sol? ¿Juanita nos protegió de erupciones volcánicas? ¿Sirve de algo la oración al Señor de los Temblores? Muchas preguntas, pocas respuestas convincentes. A Nicolás lo han matado para ofrecerlo a la mina, para pedirle permiso a la tierra: para sacar todo el oro posible, para convencernos una vez más de que nosotros, los hombres, no tenemos remedio. Más pronto que tarde, algo o alguien nos terminará sacrificando a todos. Y quizá por fin se hará justicia. Pero la justicia real es otra ficción elusiva, otra mentira ominosa. “Qué bueno que no viví durante el incario”, te dices aliviado, ignorando que en el futuro serás visto con lástima, porque formas parte de la generación del covid-19… las mascotas con bozales. ¡Y no era ficción, sino realismo exacerbado!

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