EL PAMPÓN DEL BARRIO

Por Orlando Mazeyra Guillén

Un relato sobre un pasado que nadie quiere repetir

En el Perú, la realidad supera a la ficción

Todos en el vecindario le llamábamos el pampón, pues, a simple vista, de eso se trataba: un terreno rústico y sin cercar. Allí volábamos nuestras cometas, jugábamos a las canicas, practicábamos de vez en cuando béisbol, entre otras aficiones infantiles que se prolongaron hasta bien entrada la adolescencia.

Los hijos de los oficiales sabíamos que le pertenecía a los militares y que algún día allí habría un casino o, mejor que mejor, un centro deportivo con piscinas y canchas de tenis como el de Monterrico, en Lima, al que todos le llamaban el «Fundo Odría», donde solía relajarse el dictador Manuel Odría (en uno de sus bungalós llegó a estar alojado durante un buen tiempo otro desaparecido tirano, el comandante Hugo Chávez Frías, en calidad de asilado político).

A mediados de los noventa, cuando Alberto Fujimori aplastó a Javier Pérez de Cuéllar —«Tsunami Fujimori», tituló cierta prensa—, la celebración en la villa militar fue notoria: whisky etiqueta azul a raudales a cuenta del señor presidente, por supuesto. Las Fuerzas Armadas tomaron con beneplácito la reelección del «Chino»: al parecer él le había prometido a Montesinos seguir tratando muy bien a los militares durante su segunda gestión y, sobre todo, no olvidarse de Arequipa, de donde era oriundo su tan mentado asesor.

En Ala Aérea N°3 oficiales esperaron edificación de un casino.

***

La inopinada visita de Fujimori tomó por sorpresa a todos, en especial a Melchor Alayza, el comandante general. Le habían confirmado desde la Base Aérea de Las Palmas que Fujimori se dirigía a Arequipa para dialogar con él y que había decidido alojarse en su casa. Su jefe de Estado Mayor, el coronel Barrionuevo, evocaba, con piscos de por medio y en tono socarrón, la anécdota:

—El general Alayza y yo nos fuimos embalados al bazar de la FAP para buscar unas sábanas, un cubrecama y una almohada para el presidente… y nosotros mismos tendimos la cama donde pasaría la noche Fujimori. Parecíamos un par de mucamas primerizas, ¡carajo! —contaba mientras alargaba la mano para servirse más trago de la botella—. Lo peor es que no sabíamos para qué chucha venía a Arequipa. Alayza se hacía la caca en el pantalón, pensaba que le iban a joder la pita, tenía rabo de paja…, como todos.

El piso estaba parejo. No había nada de qué alarmarse. Fujimori sostuvo un diálogo breve con Alayza, le informó que las malas lenguas —es decir, algunos enemigos del régimen— habían difundido la bola de que el presidente se había olvidado de la FAP y, sobre todo, de las provincias, que le tenía ojeriza a Arequipa por culpa de Abimael Guzmán, ¡cojudeces! ¡Patrañas! Él no estaba dispuesto a dar pie a tamañas mentiras y quería dar la mejor de las imágenes.

—¿Qué me sugiere usted, general? —le preguntó ocultando su interés tras esos ojos rasgados.

Después de segundos de indecisión, por fin Alayza abrió la boca:

—Acá están esperando el casino de oficiales desde que se fundó el Ala Aérea 3: el sueño de los justos, le llaman…

—¿Todavía no hay un casino? —más que pregunta, la de Fujimori era una exclamación.

—No y créame que sería un golazo de media cancha, presidente.

—Lo voy a analizar y pronto tendrá mi respuesta.

—Estamos para servirle.

«Analizarlo», en buen romance, consistía en contar con la aquiescencia del poder en las sombras: su compinche Montesinos. El asesor presidencial le dijo que sí, que respaldaba la idea de Alayza y fue más allá: ¿por qué no ponerle al casino el mejor nombre del mundo: «Alberto Fujimori Fujimori»?

—No estoy acuerdo —lo enmendó Fujimori en un rapto de falsa modestia—. Que lleve el nombre de algún héroe del Cenepa o algo por el estilo…

—Conforme. Entonces carta abierta para el casino en Arequipa.

«Carta abierta» no solo implicaba empezar a edificar el casino, sino también abrir las arcas del Estado sin mayores restricciones.

—Araníbar, carta abierta ha dicho el presidente —le daba la primicia Alayza a uno de sus protegidos—. Tú te vas a encargar de que esto salga en dos patadas, ¿puedo encomendarte esta labor?

—Por supuesto, mi general.

—No está de más reiterarte que se trata de un regalo del señor presidente y, en consecuencia, no le vas a tener que rendir cuentas a nadie. Solo te voy a pedir un par de cosas.

—Dígame, mi general.

—Criterio y discreción. ¿Entendido?

—Entendido.

—¿Y qué carajo haces todavía en mi oficina? Corre empieza a pararme el casino de una vez que quiero pegarme una bomba en la inauguración.

Hasta ese momento Jaime Araníbar, comandante experto en logística, había tenido una carrera gris. Estuvo a cargo del control de combustible en la Base Militar de La Joya, lo que le permitió hacer unos cuantos negociados vendiendo gasolina del Estado a terceros (taxistas, empresas de transporte, entre otros). Ahora tenía la oportunidad de echar a andar todas sus artimañas inventando facturas en el gustoso rubro de la construcción civil.

El pampón desapareció —como desaparecieron los partidos de béisbol, los concursos de cometa y los juegos de canicas— y allí se erigió un modesto casino de oficiales (las expectativas fueron inmensas, pero el grueso del dinero fue destinado a fines particulares). La imagen de la urbanización se modificó. Pero más cambió la vida del comandante Araníbar. Antes, sus hijos —que eran tres varones que se llevaban solo un año de diferencia entre ellos— vestían blue jeans remendados y la familia paseaba en un viejo Mustang plomizo de los años setenta que se caía a pedazos. Luego de la «carta abierta» del presidente, Araníbar se compró un coche nuevo y, poco a poco, se hizo de una flota de taxis —consiguió muchos autos de segunda mano en Ceticos de Tacna—, sus hijos pasaron de un colegio nacional a una institución privada; y en Navidad recibieron de regalo sendos autos areneros que eran la envidia de todo el vecindario: «No hay sin suerte —decían—, Araníbar la supo hacer».

El pampón de juegos desapareció.

Cuando cayó Fujimori, Araníbar fue pasado al retiro y no tardó en hacerle un juicio al Estado peruano, pues consideraba que su cese era injustificado. Para ese entonces sus tres hijos ya no estaban en el Perú. Estudiaban (ahora viven) en el estado de Illinois, más precisamente en Chicago.

Me había olvidado de este clan. Sin embargo, a veces la red social te ayuda involuntariamente a sacar a la luz lo olvidado. Lo enterrado. Manuel, el mayor de los hermanos Araníbar, me contacta desde Norteamérica y me dice que desearía poder estar en el Perú para apoyar a Keiko Fujimori porque, «le duela a quien le duela, su padre fue el mejor presidente de la historia del Perú». Ellos también serían capaces de tenderle la cama a más de un Fujimori. Tal vez a todo el clan: la realidad supera a la ficción.

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