SEMBLANZA Cuando un poeta muere (a Gonzalo Portals)
Por: Rubén Quiroz Ávila – Presidente de la Sociedad Peruana de Filosofía, profesor universitario
La muerte de los seres queridos es siempre una inmensa tragedia. Las palabras serán insuficientes para describir el dolor ineludible. Por ello, cuando quien fallece es un ser que ha consagrado su vida a imaginar con las palabras como lo hacen los poetas, exponer esa tristeza se vuelve aún más compleja para estar a la altura de la dimensión de la ausencia.
Por supuesto, uno puede trazar la ruta de los recuerdos para aceptar la separación inminente, entonces, los instantes de encuentro, los momentos compartidos se tornan en formas de aprehensión, en retener brevemente lo que está diluyéndose. La mente funciona como una zona de intervalos para perennizar lo vivido. La eternidad nos crea espejismos para tolerar lo inminente. Al inicio es como una tormenta que nos sorprende con su insania, que de pronto nos recuerda la total fugacidad de nuestras vidas. La muerte aparece con su potestad y su contundente recordatorio de la fragilidad de lo que, ilusamente, asumíamos como nuestro. Nos regresa a la inmensa soledad de la cual, muchas veces confundidos por la vorágine social, creemos que hemos escapado. Siempre, al final de todo, solo estamos nosotros tan solos y vulnerables. Solos con nosotros mismos. Solos totalmente en el bullicio del mundo.
En ese maremágnum de las biografías individuales, con sus universos particulares, con sus experiencias únicas, uno va vinculándose con seres que transforman nuestras vidas. Claro, la familia es una comunidad detrás, de la cual procedemos y nos identificamos. Luego, con el transcurso de los tiempos vamos eligiendo y nos eligen amigos, con quienes, muchas veces sin explicación racional, vamos encajando como un rompecabezas en el aire. Las amistades más entrañables y más cercanas son todavía pocos. Nos vamos haciendo con ellos. Es una mutua construcción de almas que se retroalimentan como pares e iguales. Somos, de alguna forma, elementos de ellos y, esos amados amigos, parte de nosotros.
Eso explica que cuando estos seres maravillosos expiran es verdad que una parte nuestra muere. Se va un ala, una parcela, una partícula, una raíz. Se van millardos de fracciones de tiempo-espacio, curvaturas de conmoción, segmentos de mundos. Morimos con ellos. Es una muerte conjunta, un adiós mutuo, a la vez, una despedida de nuestros territorios personales, de esos sitios que habitamos como un paradero para esperar un bus que tarda en llegar entre la niebla limeña. Y, repentinamente, el café se va enfriando y en remolino se va poniendo más negro, porque ya no se comparte con esas largas conversaciones sobre poesía peruana, y el queque inglés ya no es tan dulce porque falta la réplica a los argumentos sobre narrativa fantástica, el pan con queso andino derretido del jirón Carabaya se ha endurecido, porque ya no me respondes para seguir editando a más poetas caletas, y va doliendo la boca, el rostro, los ojos, el alma.