Roy Soto Rivera, el biógrafo de Haya de la Torre
Por Carlos Rivera.

EL HOMBRE DEL CAFÉ

En el año 2005 yo colaboraba en el diario Arequipa al día, y cuando dejaba mis colaboraciones en la calle Santa Martha me regresaba  caminando con mis libritos o revistas. Tenía la costumbre de cruzar las  Galerías Gamesa y pasar por dos de sus más importantes cafeterías (Bohemia y Valenzuela) que eran visitadas para románticas conversas o pláticas de diversas vertientes. Cumplía ese trajín  a esas horas  por ver a Roy Soto Rivera del Mar, ese peregrino hombre de militancia  aprista  y de embrujada pluma literaria. Seguía  a un huraño sujeto de  arrugas sabias en su rostro  dispuesto a mandarme al diablo antes que le ponga una grabadora o le quiera contar mis  penurias literarias o las noticias del  contexto político.

Varias veces intenté abordarlo con el pretexto de  una entrevista  pero sentía  miedo de no saber cómo respondería un tipo que parecía curtido contra fastidiosos reporteros. Y cuando tenía todas las ganas del mundo de puro cobarde me pasaba de largo. Mi maestro, el Dr. Arnulfo Ramos Bustos, con quien compartimos las lecturas de las obras de Luis Alberto Sánchez (LAS), fue quien me estimulaba conocer a este gran personaje, hombre de partido, intelectual de altura, polemista  exquisito y de frontal verbo. 

Un día lo seguí  dispuesto a conversar con él. Eran las 11 de la mañana. El café Bohemia   a esa hora recibía a sus habituales personajes  y uno de ellos era Roy Soto. Lo vi tras la ventana con su cara concentrada en las hojas de un diario y su infaltable cigarrillo. Lentes antiguos, un rostro pétreo con unos ojos pequeños pero perspicaces, un saco café cubriéndole el cuerpo y  unas sandalias con unas medias de lana que resguardaban sus pies.  Lo saludé con muchos nervios   y le pregunté –así de frente– por LAS, mostrándole el folletito que había escrito en su homenaje.  Lo recordó con amabilidad y  preguntó por mi oficio. Periodista le dije como quien confiesa una infracción y de vergüenza agaché la cabeza.

Algunas cosas sueltas en la conversa, su mirada esquiva a veces no atendía mis pobres alocuciones. El cigarro descansa en sus huesudos dedos. Hora del almuerzo. Debe ir  a su restaurante vegetariano de  la Calle Consuelo. Le dije si podía acompañarlo hasta ese lugar.  Caminamos  lentamente y ya en  confianza hablamos un poco del Apra, los  líderes políticos  y algunas cosas que desde luego las había criticado siempre. Nunca se sirvió del partido. Solitario compañero de sus huesos y de su sombra. “Admiro al cachorro Seoane”, le dije como queriendo dejar constancia firme de mi declarativa. Me soltó un tierno gesto como cuando un joven cae en alguna ingenuidad y por piedad no se le puede demoler. Seguía  oyendo mis impertinencias, clavaba la mirada en algún punto muerto, su boca entreabierta y su mano derecha sujetan sus papeles mientras expresaba algunas palabras que por el viento y el tráfico no alcancé a oír nítidamente.  Llegamos al restaurante y Roy Soto Rivera está a punto de ingresar y cumplir con su merienda, me despido con la misión de abordarlo nuevamente para un reportaje. No puso reparos.

Voy a mi casa, son casi la una de la tarde. Es uno de esos días intensos. Imagino las preguntas que le haría próximamente  y el titular que recoja mi crónica. Nunca lo hice. Tiempo después, entre mis viajes y lejos del diario donde colaboraba, recordé su memoria. El intacto recuerdo de un magnífico hombre. Palabra y cerebro. Militancia y literatura. 

Se  fue de un infarto a los 77 años, un 21 de mayo de 2011 luego de haber publicado  en Costa Rica su monumental biografía de Víctor Raúl Haya de la Torre, Víctor Raúl. El hombre del siglo (2002). Hasta para morirse fue tan sencillo. Así parten los grandes.

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