LA DESPEDIDA DE VARGAS LLOSA

Por Orlando Mazeyra Guillén

Este año, Mario Vargas Llosa se despidió de la escritura de ficciones (ha dicho que “Le dedico mi silencio” fue su última novela) y también le dijo adiós a su añeja columna Piedra de Toque (que apareció por primera vez en la revista limeña Caretas). Sólo le queda escribir un ensayo dedicado a Jean-Paul Sartre (ojalá que no sea mezquino con su gran maestro, pues sería lamentable). Ha sido el año en donde empezó a apagarse para siempre la última luz del Boom de la literatura latinoamericana. Y el vacío que deja el escritor arequipeño (estemos o no de acuerdo con su ideología, o nos gusten o no sus novelas) no lo va a ocupar nadie.

Hace trece años, cuando le informaron que acababa de ganar el Premio Nobel de Literatura, entre incrédulo y pasmado, recordó la desgraciada anécdota de Alberto Moravia y creyó que se trataba de una pasada. Quizá alguien —seguramente uno de sus muchos enemigos— le quería tomar el pelo con una llamada malévola. Entonces, decidió esperar a que la noticia se hiciera oficial en todo el orbe, mientras pasaba revista a toda su vida (de novela): su feliz infancia cochabambina —razón por la que le llamaron «serrano» sus primeros amigos de Piura, él hablaba como boliviano—, su adolescencia y juventud piurana y también limeña, el Leoncio Prado como microcosmos para conocer el Perú, la Universidad Mayor de San Marcos, el grupo comunista Cahuide donde recibió clases de marxismo de Isaac Humala (el padre de Antauro y Ollanta), el premio que le permitió conocer París por primera vez, la tía Julia (su primera mujer y personaje fundamental de una de sus novelas más desternillantes) y sus autoexilios (uno, para convertirse por fin en un escritor profesional; y el otro, para volver a plantarse frente al escritorio después del que talvez fue el peor fracaso de su vida: la derrota frente a un señor insignificante y taimado apellidado Fujimori). Todo. El peruano universal que hizo de su historia, muchas historias. El galeote descomunal que transformó sus narraciones en literatura, es decir, patrimonio de todos.

Hace once años pude entrevistar por primera vez a César Hildebrandt. Cuando hablamos de Vargas Llosa, él me dijo que, sin ápice de duda, el novelista arequipeño pasará la prueba del tiempo: «prevalecerá por lo que hizo, no por el Perú, sino por la literatura. Las tres primeras novelas de Vargas Llosa son universales y son de una calidad extraordinaria, sinceramente. Y, además, es más extraordinario si uno piensa que Mario era un escritor muy mediano cuando empezó, o sea, “Los jefes” es horrible, ¡un libro horrible! Es decir, si uno lee “Los jefes” no puede asociarlo con “La ciudad y los perros”. Es imposible: parecen dos personas distintas, dos estilos distintos. A Mario le ha costado una enormidad aprender a escribir».

—Es un obrero, ¿verdad? —le pregunté al prestigioso periodista.

—Sí —asintió Hildebrandt—, pero es un obrero que se convierte en el arquitecto de Brasilia, es increíble, ¿no? O sea, ¡Vargas Llosa es el albañil más esforzado del mundo! Porque llega a escribir extraordinariamente bien en esas tres novelas. A partir de allí produce industrialmente.

Vargas Llosa cuando, en 1973, se aproxima al corazón de Emma Bovary aprovecha para él también exhibirse sin pudicia como lo ha hecho en sus formidables novelas: la rebeldía de ambos es individual y egoísta; y los dos, contra viento y marea, se atreven a enfrentar a su familia —se casa con su tía política y luego con su prima hermana—, su clase —decide estudiar en la universidad de los «cholos»— y su sociedad (le llaman «apátrida», «fracasado», «resentido», etc.). Para entender a Vargas Llosa podemos releer La orgía perpetua y saber cómo fue capaz de dar por finalizado un sólido matrimonio de cincuenta años para ir, como un quinceañero recién enamorado, detrás de una mujer que suele salir en las portadas de las revistas del corazón (esas que criticó acremente en “La civilización del espectáculo”). Ocurre que él no sólo siempre estuvo enamorado —un amor no correspondido, dice Vargas Llosa— de Madame Bovary; sino que desde que la novela de Flaubert cayó en sus manos quiso ser como ella: «no me resigno a mi suerte, la dudosa compensación del más allá no me importa, quiero que mi vida se realice plena y total aquí y ahora. […] Emma representa y defiende de modo ejemplar un lado de lo humano brutalmente negado por casi todas las religiones, filosofías e ideologías, y presentado por ellas como motivo de vergüenza para la especie. Su represión ha sido una causa de infelicidad tan extendida como la explotación económica, el sectarismo religioso o la sed de conquista entre hombres. Al cabo de un tiempo, sectores cada vez más amplios —ahora hasta la Iglesia— han llegado a admitir que el hombre tenía derecho a comer, a pensar y expresar sus ideas libremente, a la salud, a una vejez segura. Pero todavía, como en los tiempos de Emma Bovary, se mantienen los mismos tabúes —y en esto la derecha y la izquierda se dan la mano— que universalmente niegan a los hombres el derecho al placer, a la realización de sus deseos. La historia de Emma es una ciega, tenaz, desesperada rebelión contra la violencia social que sofoca ese derecho».

La vida y la obra de Mario Vargas Llosa se confunden hasta consubstanciarse y, de este modo, ambas consiguen que el todo sea más que la suma de sus partes. ¿Se puede prescindir de la biografía de un autor para disfrutar (como el que más) de sus ficciones? Por supuesto. No obstante, pertenezco a esa clase de lector que busca los vínculos entre ambos veneros para enriquecer la experiencia y, de paso, comprender que la intensa experiencia vital del premio Nobel peruano es una ciega —y, por esto, quizá fanática—, tenaz y desesperada rebelión contra la violencia social que sofoca su derecho al placer. Nunca se resignó a su suerte y siempre buscó su felicidad en este mundo a riesgo de ser señalado, denostado y, sin duda, despreciado. No hay (y temo también que no habrá) un escritor peruano que represente de una manera tan convincente lo que pueden conseguir el esfuerzo, la dedicación y, sobre todas las cosas, el amor por la literatura. Ingredientes indispensables para que aquel albañil esforzado se terminara convirtiendo en el ambicioso arquitecto de Brasilia, el cartógrafo literario más notable del Perú. En este aspecto no hay discusión, a menos que prime la mezquindad… o la ceguera.

Nunca olvidaré la noche arequipeña cuando le puse en las manos “García Márquez: historia de un deicidio” y le dije con un tonito provocador que ese libro era muy importante para mí («la literatura se nutre del chisme», ha señalado él). Vargas Llosa, antes de firmarlo, forzó una sonrisa y me explicó que si para mí era importante entonces ya me podría imaginar lo que era para él aquel mamotreto que le dedicó al genio de Aracataca que también ganó el Nobel en 1982.

DATO

Siempre que, como ahora, me pongo a escribir (más allá del resultado, que suele ser desolador) siento que le estoy rindiendo tributo al más brillante contador de historias nacido en Arequipa. Por eso, así como casi todas las mañanas salgo a correr recordando al hombre que con sus libros acudió en ayuda del frágil niño de La Arboleda que alguna vez fui, trato de escribir como si se me fuera la vida, jugando a ser Dios. Porque cuando escribo —¡ay!— siempre pienso en él y en cómo me enseñó a vengarme de la realidad. Sin él, sin esa fe en las palabras que encontré en sus libros, ese niñito cobarde, solitario y apocado quizá ya estaría muerto. Y él, para este ignoto lector agradecido, sigue siendo (y será) un titán y una tabla de salvación. Contra viento y marea, hasta el instante final… aunque ese día no lo encuentre escribiendo (tal y como él lo había prometido tantas veces).

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