Lento como una nube de otoño, audaz como una pantera

Por Carlos Rivera – El Montonero

UN AMOR DEL TAMAÑO DEL MAR

Querida Xuxuruca:

En aquel tiempo tú eras mi indestructible barquito de bambú y contigo pude navegar y surcar el itinerario de las estrellas que marcaron el destino de renacer bajo una sonrisa tuya, mientras con tu hermoso mandil me servías un pastelito y yo me empapaba de sudor de puro nerviosismo por tenerte cerca y descubrir a través de tus risueños ojos el extraordinario destino de mi alma. 

Llegaste como esos cuerpos fugaces a los que uno les pide que cumplan nuestras exquisitas fantasías. En la comparsa de una noche de invierno, mientras mis palabras suplían la impenetrable visión de mi conciencia sobre tus manos, tu cabello de ninfa e imponentes ojos de mujer de fuego. Te buscaba. Yo quería beber tu respiración y quedarme a tus pies, mientras contemplaba desde el suelo aquella magnífica sombra de tu cuerpo sobre este ser que deslumbraste.

Recuerdo la última vez que quise verte, Xuxuruca. Me encontraba en un parque repasando las 40 fotografías que guardaba en mi celular, mientras el frío nublado parecía amenazar con lluvia. Te mandaba mensajes y me respondías con filosofía juvenil y nobleza de mujer abatida. Solo tuve lo que traía entre manos: unos cuadernos de versos en señal de algunas emociones. Estabas un poco mal, me lo demostraste con la imagen de tu triste semblante que evidenciaba tu delicada salud del momento. Me sentí afligido de no verte y no perderme en un abrazo tuyo, como en los viejos tiempos. Ya eran las 5 de la tarde y debía comprar mis boletos. Me aburría mi solitaria presencia en una ciudad que no conozco, donde solo tú eras mi única conexión con el mundo. El mundo eras tú y lo serás por siempre. Te digo por celular que traigo mi libro solo para ti y que no me importa dejártelo pese al clima que lanzaba sus inmensas gotas de lluvia mojando la acera y a los transeúntes.

Me dices que estás dolida de todo tu cuerpo y que te es imposible bajar a la puerta de tu casa. Prometo dejártelo y no importunar tu estado. Veo mi viejo reloj, acomodo mi saco y chalina de poeta y la lluvia es más fuerte. A pesar de ello solo quiero que tus manos tengan mis papeles y que tus ojos descansen en mis palabras. Tomo apresurado un taxi para llegar a tu casa lo más rápido posible. Bajo del móvil y mis zapatos caen en un charco de agua y le digo al chofer que me espere mientras dejo el libro a alguien que sale a recibirlo. Me regreso a la placita y busco un lugar para protegerme de la lluvia. Contento con saber que al menos pude dejarte mis escritos y que en algún momento me veas un poquito a través de mis historias. Me fui en el bus repleto de ti, de tus agradables mensajes de voz y algunas fotos juguetonas.

Han pasado los años, Xuxuruca, y aún recuerdo tu tapabocas celeste en aquel año de la pandemia donde muchos lloraron a sus muertos. Te pusiste más hermosa que de costumbre y una vez nos vimos en un centro comercial rodeado de virus y tú lo acomodabas todo, con tus impecables pestañas naturales, tu vestido verde plantita y esas uñitas pintadas de negro con algunas estrellitas como minúsculos universos. No volví a verte, lo intenté varias veces, pero mis angustias me llevaron por otros senderos.

Hoy regresé a la ciudad con mi bolsita de gamberro, algunas monedas en el bolsillo, ya nunca más poeta ni artista, el sufrimiento me sacó los versos. Premunido de un oficio y algunos ahorros para dejar que los años vengan por este cuerpo. Pasé por tu casa y esta era un palacio con dos camionetas futuristas en tu jardín. Afuera, algunos empleados oficiosos anunciaban tu salida. Eras tú, vigorosa y con lentes oscuros, un abrigo azul cielo y unos hermosos guantes de color pastel. Voy avanzando hacia ti, lento como una nube de otoño, audaz como una pantera o indestructible como ese barquito de bambú que anuncié al comienzo de esta carta. En el preciso momento en que estoy a unos metros de ti, un charco moja todo mi atuendo. Empapado y con los cabellos suturados de barro, grito tu nombre y volteas a verme, bajas tus gafas antes de entrar a tu carro y mis opacos lentes reconocen la memoria de la vida —mi vida— en esos ojos que vi por primera vez y aún perduran más allá de los tiempos y de cualquier pandemia.

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