Sobre el escritor mollendino Manuel Pastor Chávez (1937-2020)

Por Carlos Rivera – El Montonero

EL ESPÍRITU DE LA PALABRA

Conocí al escritor Manuel Pastor Chávez gracias al poeta y editor José Córdova León quien me invitó a presentar su novela Mi querida Pirka (Cascahuesos, 2019) en el Festival del Libro que se desarrollaba en los ambientes del Centro Cultural de la Universidad Nacional de San Agustín. Lo había leído recién. Pude sentir que tenía esa chispa narrativa de la cosa sencilla, las descripciones poéticas en contraste con un humor nostálgico que nos remite al recurrente sabor y color de aquellos tiempos idos. Había descubierto a un encantador de la palabra, alguien que tomaba el lenguaje y lo sometía al fragor de sus historias. Si Gabo tuvo su Macondo don Manuel tenía a Mollendo. Y esta ciudad era su acantilado de recuerdos, sus vertientes de fantasías, una tierra proveedora de leyendas a la que evocaba con la técnica (o intuición) de su escritura bamboleando poéticamente sus travesuras infantiles hacia el proceso de ser un hombre hecho y derecho.

Don Manuel era un escritor que había empezado a los 65 años a regalarnos sus obras, a producir torrencialmente todas estas historias que revoloteaban en su cabeza de fabulador. Publicar a una edad donde ya no uno ha perdido el miedo, el rubor adolescente o las tentaciones de la pose. Don Manuel se sabía seguro de su “yo poético”, tenía el don de la experiencia y la distancia de los hechos que otorgan al escritor un delicioso prisma de perspectivas. Un peregrino de las palabras. Un enamorado de la vida, un juglar contando en cada uno de sus libros las fragancias de sus recuerdos plasmados en una obra que ya quisiéramos otros escritores. No es recurso fácil el que intento expresarles y tampoco es palabreo sensiblero, don Manuel era un alquimista de los sentidos cuando de contar un cuento se trataba. Por eso sus ficciones eran una recreación totalizante de la vida y sus incógnitas, una simulación de los detalles. Sentido de la humanidad, vitalidad del hombre que se reconoce en los otros como corazonada de su propia memoria. 

Yo lo recuerdo con la palabra y transcribo uno de sus cuentos “De los burros y algo más”:

“Que lejanos están los días de mi niñez y que cercanos están en mis pensamientos. Recuerdo, como si fuera ahora, lo lindo que era jugar en las terrosas calles del barrio, rodeado de casitas verdes de madera. Recuerdo lo divertido que era jugar a las “ruedas”, con su “manilla” de mano, cuando toda la pandilla, y en columna de a uno, hacíamos el recorrido por las calles empinadas haciendo equilibrios de malabarista. ¡Qué días aquellos!, cuando en las noches y, con un farolillo amarrado en la rueda, entrabamos en el cementerio con una valentía que era producto más que nada de caminar en grupo. Corríamos y corríamos sin sentir cansancio. Salíamos del pueblo y nos internábamos en caminos escabrosos haciendo cabriolas y riéndonos de puro placer. Los senderos, las pendientes y las quebradas solo servirían para incentivar nuestra curiosidad y nuestra alegría. ¡Ah!, qué lejanos están los días de las “bolas” y el “salta borrego”. Los días de la felicidad inocente y los días siempre cortos para seguir jugando”.

Otra característica de don Manuel es su sinceridad a prueba de todo. No era un dechado de vanidad ni un artista ególatra que creía que había inventado algún secreto de la vida eterna o ser el –único- portador del supremo literario. Su modesta cáustica, casi es ofensiva ante tanto avispado que perpetra algún verso o un cuentito y ya cree que merece todos los oropeles del mundo. Don Manuel era serio y se tomaba en serio. Sabía que su papel de escritor era solo ser un articulador, un artesano que cumple correctamente su oficio. Además de ser un hombre de familia, era un varón de pueblo forjado en la admiración y cariño de los vecinos que le reconocían su bondadosa humanidad. ¿Se puede ser un gran escritor y un buen ciudadano? Don Manuel es la prueba que cuando el universo conspira puede regalarnos al mundo un espíritu limpio con manos de artista y corazón de fuego. 

En enero del 2020 a sus 82 años dejó de existir. Sus familiares dejaron sus restos en el cementerio Parque de la Esperanza del distrito de Cerro Colorado. Pude ver in situ el cariño que le tributaban sus seres queridos, la ausencia de un alma noble que los dejaba, las lágrimas que le dedicaban por tan noble oficio de escritor, pero sobre todo la de ser un hombre de ternura infinita.

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